jueves, 29 de abril de 2010

CORTOMETRAJE BASADO EN CONTINUIDAD DE LOS PARQUES DE JULIO CORTÁZAR.

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES NARRADO POR JULIO CORTÁZAR.

CORTOMETRAJE INSPIRADO EN CASA TOMADA DE JULIO CORTÁZAR.

CASA TOMADA. Narrado por Julio Cortázar.

Casa tomada. Por Julio Cortázar.




Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

LA HORMIGA, Por Marco Denevi.


Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.

LA CASA DE ASTERIÓN. Por Jorge Luis Borges.


Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que ho hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, cro, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madra; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprndiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suel, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensantgriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redeentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?



El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

La mujer de otro. Por Abelardo Castillo




Supongo que siempre lo supe; un día yo iba a terminar llamando a esa puerta. Ese día fue esta noche.
La casa es más o menos como la imaginaba, una casa de barrio, en Floresta, con un jardín al frente, si es que se le puede llamar jardín a un pequeño rectángulo enrejado en el que apenas caben una rosa china y dos o tres canteros, cubiertos ahora de maleza. No sé por qué digo ahora. Pudieron haber estado siempre así. Hay un enano de jardín, esto sí que no me lo imaginaba. El marido de Carolina me contó que lo había comprado ella misma, un año atrás. Carolina había llegado en taxi, una noche de lluvia; dejó el automóvil esperando en la calle y entró en la casa como una tromba. Tengo un auto en la puerta y me quedé sin plata, le dijo, págale por favor y de paso bajá el paquete con el enano.
-Usted la conoció bastante -me dijo él, y yo no pude notar ninguna doble intención en sus palabras-. Ya sabe cómo era ella.
Le contesté la verdad. Era difícil no contestarle la verdad a ese hombre triste y afable. Le contesté que no estaba seguro de haberla conocido mucho.
-Eso es cierto -dijo él, pensativo-. No creo que haya habido nadie que la conociera realmente. -Sonrió, sin resentimiento. -Yo, por lo menos, no la conocí nunca.
Pero esto fue mucho más tarde, al irme; ahora estábamos sentados en la cocina de la casa y no haría media hora que nos habíamos visto las caras por primera vez. Carolina me lo había nombrado sólo en dos o tres ocasiones, como si esa casa con todo lo que había dentro, incluido él, fueran su jardín secreto, un paraíso trivial o alguna otra cosa a la que yo no debía tener acceso. Esta noche yo había llegado hasta allí como mandado por una voluntad maligna y ajena.
Desde hacía meses rondaba el barrio, y esta noche, sencillamente, toqué el timbre.
Él salió a abrirme en pijama, con un sobretodo echado de cualquier modo sobre los hombros. Le dije mi nombre. No se sorprendió, al contrario. Hubiera podido jurar que mi visita no era lo peor que podía pasarle.
-Perdóneme el aspecto -dijo él-. Estoy solo y no esperaba a nadie.
Tenía la apariencia exacta de eso que había dicho. Un hombre solo que no espera a nadie.
Yo había tocado el timbre sin pensar qué venía a decirle, sin saber siquiera si venía a decirle algo. No tenía la menor excusa para estar en esa casa a la diez de la noche. La situación era incómoda y absurda, si es que no era algo peor.
-Pase, pase -decidió de pronto-. Me cambio en un minuto;
-No, por favor. -Pensé decirle que mejor me iba; pero me interrumpió mi propia voz. -No tiene por qué cambiarse.
Sólo me faltó agregar que podía andar vestido como quisiera, que, al fin de cuentas, el marido de Carolina había sido él y que ésta era su casa. De todas maneras, yo no tenía ningún interés en que se cambiara. Tal vez haría bien en callarme lo que sigue, pero sentí que, cualquier cosa que fuera lo que yo había venido a buscar, me favorecía estar bien vestido, frente a ese hombre en pantuflas y con un sobretodo encima del saco del pijama. Eso, al llegar: ahora, las cosas habían variado sutilmente. Él estaba de verdad en su casa, en su cocina, junto a una antigua estufa de hierro, confortablemente enfundado en su pijama, y yo me sentía como un embajador de la Luna.
-¿Toma mate? -me preguntó con precaución. Es increíble, pero le dije que sí. Tomar mate era un modo de permanecer callado, de darse tiempo.
-Carolina, con toda su suavidad y sus maneras, a la mañana, a veces también tomaba mate. Era muy cómica. Chupaba la bombilla con el costado de la boca, como si jugara a ser la protagonista de una letra de tango. No, no era eso. Tomaba mate con cara de pensar.
-Usted se preguntará a qué vine.
-No. Nunca me pregunto demasiadas cosas, y siempre supe que algún día íbamos a encontrarnos. -
Sonrió, con los ojos fijos en el mate. -Pero, ya que lo dice: a qué vino.
Quise sentir agresión o desafío en su voz. No pude. La pregunta era una pregunta literal, sin nada detrás.
O con demasiadas cosas, como aquello de la cara de pensar de Carolina, por ejemplo. Yo conocía y amaba esa cara. La había visto al anochecer, en alguna confitería apartada, mientras ella miraba su fantasma en el vidrio de la ventana, sorbiendo una pajita. La había visto de tarde, en mí departamento, mientras ella mordía pensativamente un lápiz, cuando me dibujaba uno de aquellos mapitas o planos de lugares y casas en los que había vivido de chica, casas y lugares que por alguna razón parecían estar más allá de las palabras y de los que siempre sospeché que jamás existieron, o no en las historias que ella contaba. Bueno, sí, yo también había mirado muchas veces esa cara ausente y desprotegida, más desnuda que su cuerpo, pero nunca la había mirado de mañana, mientras Carolina tomaba mate. Pensé que tal vez debería estar agradecido por eso, sin embargo no me resultó muy alentador. Me iba a pasar lo mismo más tarde, con la historia del enano.
El acababa de preguntarme a qué había venido.
-No sé. -Hice una pausa. La palabra que necesité agregar era deliberadamente malévola. -Curiosidad - dije.
-Me doy cuenta -murmuró él.
No sé qué quiso decir, pero causaba toda la impresión de que sí, de que en efecto se daba cuenta.
Llegué a mi departamento después de la una de mañana, lo que significa que estuve con él cerca de tres horas, sin embargo no recuerdo más que fragmentos de nuestra conversación, fragmentos que en su mayor parte carecen de sentido. Hablamos de política, de una noticia que traía el diario de la noche, la noticia de un crimen. Hablamos de la inclemencia del invierno en Buenos Aires. Ahora tengo la sensación de que casi no hablamos de Carolina.
En algún momento, él me preguntó si yo quería ver unas fotos.
-Fotos -dije.
No pude dejar de sentir que esa proposición encerraba una amenaza. Imaginé un álbum de casamiento, fotografías de Carolina en bikini, fotografías de los dos riéndose o abrazados, sabe Dios qué otro tipo de imágenes.
-Fotos -repitió él-. Fotos de Carolina. Hice uno de esos gestos vagos que pueden significar cualquier cosa.
-Es un poco tarde -dije.
-No son tantas -dijo él, poniéndose de pie-. Hace mucho que no las miro.
Salió de la cocina y me dejó solo. Yo aproveché la tregua para observar a mi alrededor. Intenté imaginar a Carolina junto a esa mesada, o, en puntas de pie, tratando de alcanzar una cacerola, un hervidor de leche. Tal vez era algo como eso lo que yo había venido a buscar a esa casa. En una de las paredes vi dos cuadritos muy pequeños. Me levanté para mirarlos de cerca. No me dijeron nada. Eran algo así como mínimas naturalezas muertas. Ínfimas cocinas dentro de otra cocina. Cómo saber si ella los había colgado, cómo saber si habían significado algo el día que los eligió. Cuando él volvió a entrar, traía un pantalón puesto de apuro sobre el pantalón del pijama, y un grueso pulóver, que me pareció tejido a mano.
Traía también una caja de cartón. Se sentó un poco lejos de mí y me alcanzó la primera fotografía:
Carolina sola. Detrás, unos árboles, que podían ser una plaza o un parque. Descartó varias y me alcanzó otra. Carolina sola, arrodillada junto a un perro patas arriba. Miró tres o cuatro más, una de ellas con mucho detenimiento. Las puso debajo del resto, en el fondo de la caja, y me alcanzó otra. Carolina sola.
Entonces sentí algo absurdo. Sentí que ese hombre no quería herirme.
-Ésta es linda -dijo.
Carolina, junto a un buzón, se reía.
-Sí -dije sin pensar-. Era difícil verla reírse así. Él me miró con algo parecido al agradecimiento.
-Nunca había vuelto a mirarlas. Solo es distinto.
-Usted no está en ninguna de las que me mostró -le dije.
-Bueno, yo era el fotógrafo -dijo él.
Poco más o menos, es todo lo que recuerdo. O todo lo que sucedió esta noche.
Le dije que tenía que irme y él me acompañó hasta la puerta de la entrada, no hasta la verja. Fue en ese momento cuando me contó la historia del enano. Después yo estaba descorriendo el cerrojo de hierro y oí su voz a mi espalda.
-Era muy hermosa, ¿no es cierto?
Salí, cerré la verja y le contesté desde la vereda.
-Sí -le dije-. Era muy hermosa.
Me pidió que volviera algún día. Le dije que sí.

martes, 20 de abril de 2010

ACTIVIDADES.

Textos de lectura obligatoria:

Narciso de Manuel Mujica Lainez
La larga cabellera negra de Manuel Mujica Lainez
Los espías de Manuel Mujica Lainez
La viuda del Greco de Manuel Mujica Lainez
Importancia de Manuel Mujica Lainez
El brazalete de Manuel Mujica Lainez
El pasajero de Manuel Mujica Lainez
Las alas de Manuel Mujica Lainez
El retrato de Manuel Mujica Lainez

Manuel Mujica Lainez presenta sus cuentos en una realidad posible, cotidiana, de la
que todos los lectores pueden ser parte. En un momento del relato, esa realidad se
quiebra y una enorme grieta hunde al receptor en el mundo de lo extraño, de lo
fantástico.

Deberás realizar las siguientes actividades.

1) Narciso de Manuel Mujica Lainez: a) Investiga la historia mitológica de
Narciso y compara este personaje con el del cuento de Mujica. b) Redacta en
quince líneas mínimo otra historia donde haya un personaje narcisista.


2) La larga cabellera negra de Manuel Mujica Lainez: a) La historia del cuento
¿es un sueño, realidad o no se sabe? Fundamenta tu respuesta con citas del
texto. B) redacta en quince líneas mínimo un final alternativo para el cuento.

3)Los espías de Manuel Mujica Lainez: Escribe un relato fantástico sobre el origen de los raros visitantes y su misión en nuestro planeta.

4)La viuda del Greco de Manuel Mujica Lainez: Averigua si El Greco en realidad existió y si la historia que se cuenta es tomada de la realidad. B) Busca pinturas de
El Greco y determina si las mencionadas en el texto son reales. C) Investiga y
detalla la época histórica española en la que transcurre el cuento.


5) Importancia de Manuel Mujica Lainez: a) ¿en cuánto tiempo transcurre el
cuento? B) ¿Por qué la señora Hermosilla va al infierno? Fundamenta tu
respuesta con citas del texto. C) Redacta en quince líneas mínimo la vida de
la señora en el Infierno una vez que se da cuenta de que está allí.


6) El brazalete de Manuel Mujica Lainez: a) redacta en quince líneas mínimo la
historia del brazalete una vez que la señora muere y pasa a otras manos.


7) El pasajero de Manuel Mujica Lainez: a) Redacta en quince líneas mínimo la
historia del pasajero viejo: quién es, cómo es, qué hace, por qué lo hace, a
quiénes afecta.


8) Las alas de Manuel Mujica Lainez: a) Redacta en quince líneas mínimo la
historia de Eusebio si hubiera podido volar….


9) El retrato de Manuel Mujica Lainez: a) Redacta en quince líneas mínimo la
historia del retrato cuando llega al museo de Alemania, qué pasa con los
demás cuadros, qué maldades hace, cómo modifica la vida de la gente.

domingo, 18 de abril de 2010

LA LARGA CABELLERA NEGRA. MANUEL MUJICA LAINEZ


A esta verdadera historia no me la creerás. Y sin embargo es verdadera. De cualquier modo, jamás me atreveré a contártela, a sentarme delante de ti y a contártela. La escribo, eso sí, para detallarme a mí mismo. Acaso, dentro de muchos años,te mostraré el cuaderno. Y nos reiremos juntos.

Quién sabe, quién sabe si nos reiremos.

Te informo, por lo pronto, a fin de ubicarte exactamente,
cuándo sucedió. Fue el 29 de mayo del año pasado, un domingo. Si tuvieras, como yo, un carnet en el que apuntarías tus diarias obligaciones y tus felicidades, te enterarías de qué pasó el 29 de mayo. Pero ¡Qué vas a tener! Nada te interesa,nada.

Te dejas llevar por el tiempo. En cambio yo conservo mis carnets, de doce en doce
meses. ¿Te ríes? ¿Juzgas que es una ingenuidad; que el tiempo quizá no existe; en todo caso que es absurdo pretender encerrarlo, archivarlo, dentro de las hojitas de un carnet; coleccionar tiempo como se coleccion·an estampillas? Somos tan distintos...

Mi carnet avisa que el 29 de mayo de 1966, domingo, fuimos a lo de Aída Carballo, la grabadora.

Estuvimos allí casi la tarde entera. Tú jugabas con su gato, el del nombre italiano que olvido siempre.

Debería consignarlo en mi carnet. Ella dibujaba y yo copiaba un relato mío,de "Crónicas Reales», penosamente, en altas páginas, para que lo ilustrase Aída.

Oímos, sin hablar, unos discos de antigua músíca, refinados. También debí anotar sus nombres: cosas del siglo XIV o del XV, españolas,si no me equivoco. De tanto en tanto, yo alzaba los ojos y te miraba el pelo. La larga cabelleroa negra.

Hay que decirlo así sonoramente, románticamente, ubicando el substantivo entre dos adjetivos.

Y esa palabra: cabellera... tan descalificada. Pero si en vez pusiera aquí: el largo pelo negro, no me entenderían otros lectores; supondrían que me refiero a un pelo, a un cabello solo y largo.

iBah! Te miraba el pelo, o los pelos, y volvía a escribir, a la copia. De la calle Velazco entraba un aroma a fogatas, a tarde, a melancolía.

La luz de la lámpara los aislaba en su círculo a ti y al gato. Se adhería, como un barniz, al largo pelo negro, a tus hombros. Todo en ti me gusta, te
lo he repetido a menudo, todo, fuera del carácter, a ciertas horas, en ciertos inexplicables minutos.

Calculo que me odias entonces. O no... Todo me gusta, pero nada me gusta tanto como tu larga cabellera negra. Lo sabes; de ella te ufanas. La cuidas.

Te he visto cepillarla hasta que la cara se te enciende. Larga y negra, lacia, no muy fina, partida a la izquierda por una raya inconstante. Mas
no definitivamente lacia y en eso finca, me parece, su seducción, porque se ondula sobre las orejas con ancha onda y luego recupera su lisura. Negra, renegra. El cuervo, etc.

Recuerdo que aquel día, en lo de la buena, la admirable Aída Carballo, mientras me dolían los dedos de tanto copiar y los frotaba suavemente, se me ocurrió que tu pelo tiene vida propia, que vive aparte de ti, por su lado; que cuando duermes,por ejemplo, se mueve apenas, como si se desperezase.

Aseguran que la cabellera de los muertos sigue creciendo, en el silencio del ataúd, que vive en medio de la muerte. La tuya ,adivinaba yo vive en medio de la vida, su vida, como la de las Gorgonas. Pero no tiene nada que ver. Las Gorganas...
iqué imagen! Voila la littérature.

Nos fuimos a casa, antes de comer. Te estiraste en el sillón amarillo, con el vaso de whisky en la mano. Algo murmuraste sobre tu fatiga. De eso no me acuerdo, pero lo supongo: esos cansancios, esos cansancios permanentes... Dejaste el vaso y te dormiste. Yo intenté leer. Empero, la certidumbre, la extraña certidumbre de que tu pelo es como un animal negro o, mejor aún, como un bosque, no como un bosque sino un bosque, misterioso, viviente, me obsesionaba. En lo de Aída había bebido dos whiskies y un vaso de vino; bebí otro whisky en casa y sabes que no soy fuerte. De manera que puedes, si te resulta cómodo -y te resultará- atribuir lo que sigue al alcohol. No fue el alcohol. Fue.

Me puse de pie, mirándote, mirando la larga cabellera negra, aparentemente inofensiva, que se te volcaba, por la inclinación de la cabeza, sobre el hombro derecho. Tu larga cabellere negra -voila la Iittérature, la deformación profesional- es como un río nocturno, es como una fúnebre bandera yacente, es como un gran pájaro dormido, es como un arpa oscura (¿un arpa? iqué idea!), es como...

Adelanté un dedo, dos dedos, hasta rozarla. Me incliné a respirar su olor, su olor familiar, que reconocería entre millares y millares, fresco y con un dejo de violetas. Luego volví a mi asiento, detrás
de la mesa, y reanudé la lectura. Leía (carnet) una antología voltairiana, y lo señalo para afirmar que ninguna extraordinaria influencia -fuera, acaso, de la del alcohol... pero había bebido poco- contribuía a crear un clima de singularidad,
propicio a la alucinación. Al contrario, el escepticismo de Voltaire, su vigilante burla, me armaban contra la tentación mágica.

De repente se apagó la luz eléctrica que a la espalda tenía, fija en la biblioteca, la única del cuarto. Estaba habituado, como leal porteño, a los apagones súbitos, a los desperfectos, a los ensayos que me privaban de luz durante media hora.

Sin duda alguien, en alguna oficina, sacudía hilos, desajustaba y ajustaba. No me importó. Ya reaparecería la luz. Hasta prefería aquella penumbra, pues la tenue claridad que el esplendor de la nocho filtraba desde el jardín, a través de las persianas, confería a la habitación un aire irreal, una -no me queda más remedio que llamarlo así- dimensión poética, en la que sobrenadaban, pálidos, lunares, los cuadros de Susana Aguirre y los vagos libros. A ti no te tocaba; se deslizaba hacia
los muros, como si respetase tu sueño. Eras, en la sombra, una sombra más densa. Tu pelo apenas brillaba.

Fue entonces, no busco en vano otra palabra cuando tuve la impresión de que tu pelo empezaba a fluir. Eso es: a fluir, como si fuese líquido, como si fuese un pequeño manantial negro, silencioso.

Pensé en la ilusión óptica, modifiqué mi posición, detrás de la mesa, nos separaban sólo dos metros, pero la distancia parecía mayor, por los muebles que entre nosotros se interponían y no logré restablecer la disciplina lógica, el ritmo
convencional. Tu pelo seguía fluyendo, insinuándose, extendiéndose sobre tus hombros, sobre tus brazos, sobre la mitad indecisa de tu cara. Me incorporé
y entrecerré los ojos. Tu cabellera se derramaba, lentamente, sobre tu pecho, sobre tus piernas, descendía, en la desconcertante visión, hasta la alfombra, y allá también captaba yo, cuando lo permitía la incierta lobreguez de mi cuarto, su
pausado andar, su manar mínimo y secreto. Conjeturaba las flexibles ondulaciones y el discurrir calmo de la corriente, porque no veía casi nada. Una especie de vibración reptaba por la alfombra, sin rumores, y nacía de tu cabeza, de tu trémulo pelo esparcido. Las viejas metáforas, -tu pelo es un bosque, es un río nocturno, es como...- sumaron su tenacidad literaria, irritante, a la angustia que me sobrecogía. Quise adelantarme; quise empujar las persianas, admitir, cruel, la franqueza de la luna, romper el espejismo, el sortilegio engañoso, y no bien di un paso sentí, bajo las suelas, un crujido, algo como una suavidad que cruje y que no correspondía a la alfombra, sino a otra presencia sutil -todo esto es muy difícil de explicar-, mientras que se intensificaba en el cuarto el olor a violetas. Fascinado, retrocedí a mi asiento.

No me restaba más que aguzar los ojos, tal vez entregarme. Y tu pelo no cesaba de fluir. Ya estaba alrededor de mi silla; ya ascendía, acariciándome las piernas, ya me envolvía despacio, despacio, el torso, imponiéndose a mi aterrada rigidez; ya estaba alrededor de mi cuello, de mi boca.

Abrí los labios y sentí su sabor familiar, querido. Era tarde para gritar, para ensayar de aflojar sus nudos. Me cubrí,a los ojos, me ahogaba en un caudal
que olía a violetas -no era una metáfora, no era un manido adorno literario, era una realidad, el río, el río de la cabellepa negra- y se desplazaba, como una lánguida serpiente (la Gorgona), inmovilizándome en su perezosa torsión.

Voy a morir -me dije-, esta es la extravagancia, la monstruosidad de la muerte.

Pero, con la misma naturalidad con que me había aprisionado, tu pelo, cuando menos lo esperaba yo, cuando me creía condenado, aflojó sus nudos y empezó a desandar el camino, liberándome, remontando su curso. Gradualmente, su liviano cabrilleo,
en la alfombra, me indicó que se retiraba la marea, que cedía terreno, y que el escapado ser -un ser hecho de infinitas hebras inestables- reasumía su esclavizada condición de casco negro y hermoso. La sombra que por tus brazos subía, terminó situándose en torno de tu rostro, al que la luna, por un juego más, en las mudanzas de la iluminación, imponía una lividez celeste.

Me estremecí y en ese instante se encendió, en la biblioteca, la bomba. La luz se apoderó del cuarto, imperiosa, inmediata, con una rabia brusca que nada tenía que ver con la posesión lograda, minutos antes, por tu paciente cabellera. Sobre la
mesa, proseguía abierto el "Comentario Histórico» de Voltaire; tu seguías durmiendo, la cabeza doblada en el hombro, el largo pelo todavía volcado, quizá palpitante todavía; seguías ignorando, como siempre, en el refugio de tu inocencia feroz, las
cosas incalculables que a los demás nos afligen.

lunes, 12 de abril de 2010

NARCISO. MANUEL MUJICA LÁINEZ.


Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los
muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba
en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa
raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se
deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro
negrísimo.

Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su
exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y
parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la
cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.



Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con
el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la
oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta
distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la
imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión
misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como
una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro.
Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio.
Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían
perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales,
se echaban en torno del contemplador.



Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un
antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la
observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones
tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni
la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la
imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y
la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva
vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo
práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el
piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha.
Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos
trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se
quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de
hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada
que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la
desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho
hermoso parecía iluminada desde el interior.



Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía
su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó
sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la
tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese
ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad
gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos,
electrizados, a los acompañantes de su abandono.



Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció
por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba
con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni
para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición
a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a
medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la
colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la
tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz
trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron
en la salita, maulando desconsoladamente.



Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía
como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la
cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar
el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había
encolado encima de la luna ­y que podía ser un afiche o la fotografía de un
cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los
vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles­
cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo
el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.



Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme,
el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre
la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.