lunes, 28 de junio de 2010

LOS LOGOS Y LAS PAUSAS.

Los logos creían en la palabra. Creían tanto en ella que sólo en ella y con ella se conducían. Aprendieron a depender tanto en las palabras –en un principio simples referencias de las cosas– que decidieron sustituir la realidad por éstas. Dejaron de pensar en el signo que simplemente era referencial del entorno y así, en un gesto de soberbia, lo suplantaron para vivir únicamente rodeados de símbolos. Los logos padecían la presencia del mundo; les parecía árido, llano; sentían que no era necesario estar frente a él. Incluso, por tranquilizar su ansia de perfección ante la simplicidad mundana y terrena, perdieron la vista. Esto no irrumpió demasiado en su manera sedentaria.
Tomaban entonces las palabras –para ellos, las cosas en sí– y las moldeaban a placer. Cada quien formaba su mundo y, cuando se encontraban con mundos afines al suyo, amistaban. Y así también se enamoraban. Al enamorarse, tomaban el nombre y lo adornaban: lo adornaban para depurarlo y amarlo más. Los enamorados se separaban cuando los rasgos que llamaba el amante dejaban de coincidir con las características que el amado sostenía sobre sí mismo. Se decían “no tienes derecho a poseerme; no me nombres más” y no volvían a hablarse.
Así, los logos alteraban el mundo al designarlo. Y cuando no designaban morían. Algo sin nombre era insufrible porque no sabían a qué atenerse con ello. Entonces, hacían lo posible por llamar lo innombrado de alguna manera; y cuando no lo lograban, silenciaban. El silencio era su mayor temor porque éste quería decir la terrible impotencia de manipular su mundo. Ese instante en el que todo estaba ausente verbalmente quería decir que la palabra –su universo, su vida– no era adecuada al modo como las cosas en torno se presentaban. Se daban cuenta de “la vanidad de la palabra” y, por tanto, de la suya, propia. En ese momento se evidenciaba que su dominio era posible sólo hasta donde el lenguaje lo permitía; y que el alcance de aquél era limitado. Entraban en dudas sobre su propia existencia. No entendían cómo en los comienzos de la historia habían reemplazado los objetos por las palabras, debido a una incapacidad de asir las cosas, de alcanzarlas; y, de pronto, así era imposible tenerlo todo. Se habían condenado al eterno deseo por haber ambicionado demasiado.
En cambio, para las pausas las palabras eran simples utensilios en la comunicación. Valía igual determinada forma de tacto, que una mirada larga o un ceño fruncido. Igual valía eso que decir “x me molesta” o “pienso que y”. Ellas sabían que las significaciones no resultan de las palabras, sino que las preceden. Si algo se nombraba, había una realidad circundante a la que se referían. La palabra significaba existencia, pero una era inseparable de la otra. La palabra era señal, no creación o recreación. “El lenguaje es sólo una de las actualizaciones de una actitud previa que Heidegger llama el ‘habla’. La mímica y la danza, la música y el canto son modos del habla”. Las pausas sabían eso y lo vivían. La palabra… (Las palabras se las lleva el viento.) La palabra iba y venía. Se usaba, se desechaba. Se denigraba y cambiaba. Ciertamente nunca era completamente necesaria y la mayoría de las veces fácilmente prescindible.
Nunca entendieron el lenguaje poético. “¿Por qué –decían refiriéndose a los logos– son incapaces de ponerse al sol y prefieren inventar altos gritos amarillos? El calor y el color son más claros en la piel que en el habla.” Luego, recordaban que aquellos llevaban tiempo sacándose los ojos en extraños ritos, y callaban. Las pausas sentían lástima. Ellas poseían el mundo en vivo, y lo inalcanzable era un pretexto para seguir en movimiento. Así, las pausas eran nómadas por naturaleza. Empaparse de infinidad de colores, olores y texturas sin duda era mejor que estarlas llamando. Para ellas, la perfección estaba en la presencia misma.
Los nombres de las personas estaban asociados a los olores y formas que lo acompañaban. Las pausas vinculaban ese sonido con un contenido olfativo y visual. Se entendían de manera táctil. Se enamoraba por miradas, por cantos, por extraños y misteriosos bailes. A veces se hablaban, igual que gemían o ronroneaban.
Para ellas, al igual que centenares de gestos y palabras, el silencio era una posibilidad del habla que, como todo, intentaba comunicar “la reserva que distingue a un alma grave o recogida; el silencio manso que ocupa una actitud humilde o el altivo silencio que anuncia orgullo o desprecio; el noble silencio de quien escucha y el silencio farisaico de quien juzga. Creían en que “hay silencios cómplices que sin las palabras dicen lo que el otro quería escuchar. Hay silencios que reprueban y condenan y otros que otorgan y entregan. Hay silencios que expresan, sin querer, la palabra que no quiere pronunciarse y silencios perplejos que vacilan en ofrecer una palabra”. Las pausas poseían el poder del silencio igual que los logos manejaban el poder de la palabra.
Con el tiempo, las pausas dejaron de hablar, “el hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado”, entonces los logos empezaron a llamarlos animales. Los logos dejaron de decirse así y se apropiaron del término “humano”. Un descendiente de estos se llamó “Izur” y fue vendido en el remate de un circo que había quebrado. El comprador había pertenecido a la raza loga; el vendido a la pausa. El potencial logo recordó que en antigüedades milenarias tanto él como el otro habían sido provistos de la palabra. Luego, pensando que le haría un favor, decidió hacerle adquirir de nuevo el discurso. Izur se acordó. Recordó, también, que su antigua raza había dejado de hacerlo. Había regresado a su estado primigenio. Callaba por el simple placer de hacerlo y no por una imposibilidad. El comprador mismo sabía que “la raza imponía su milenario mutismo al animal”.
En realidad, Izur no hablaba porque no le interesaba. Le parecía que su compañero estaba ahogado en soberbia y le aburría. Luego volvió a recordar: los logos temen al silencio; es la prueba irrevocable de su inminente equivocación. Y otra cosa: los logos son incapaces de comunicarse sin palabras; no entienden cualquier otra forma del habla porque son ciegos. Y así, en su lecho de muerte, decidió reconciliarse con él. Para nuestro logo este último acontecimiento no fue tanto una prueba de cariño y afecto como una de servilismo y subordinación. Finalmente había triunfado: su mascota había salido del equívoco y se había dado cuenta de la superioridad de la palabra sobre todo lo demás; de la importancia de la forma sobre el contenido. “Ni sentido práctico, ni sentido común, ni sentido único. Izur había aceptado que el poder del silencio era inferior al poder de la palabra, al poder “de recrear imaginativamente la experiencia. Al hablar, no sólo había balbuceado cinco palabras –“Amo, agua. Amo, mi amo…” – sino muchas más: había dicho “es más descriptivo apelar a ti pronunciando estas cinco palabras que el que me veas aquí, sediento, sin poder moverme”; “es más fácil decir ‘agua’ que ir por ella”.

IZUR


Cuento. Texto completo]
Leopoldo Lugones

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.

Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.

Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.

Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.

Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.

No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.

Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.

El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:

Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.

Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.

Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.

Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.

Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.

La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.

Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.

Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.

Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.

Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.

Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?...

Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.

Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.

Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.

Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.

Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.

Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.

El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua.

Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.

Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.

En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.

Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.

No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.

En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.

No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.

Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.

A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.

Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.

El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.

Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.

Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.

Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.

He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.

Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.

Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.

Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:

-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...

domingo, 27 de junio de 2010

EL PROCESO DE KAFKA. ANÁLISIS

Kafka vivía una verdadera pesadilla de horarios e imposiciones. En el 2010, el 90 % de la población del absurdamente llamado mundo desarrollado, vive en mayor o menor grado esa misma pesadilla de horarios e imposiciones. La nuestra es la civilización del trabajo, la vida consiste en producir (también en consumir, claro), en dedicar el ochenta o el noventa por ciento de la existencia a la actividad laboral, cinco dias (o seis) de cada siete, once meses de cada doce. Nuestro mundo, nuestra sociedad occidental, ha ido poco a poco derivando hacia un aterrador absurdo. La civilización tecnológica e industrial (o post-industrial) se ha ido transformando a lo largo del siglo XX en un monstruo devorador e irracional. El mundo moderno ha convertido al hombre en carne de cañón, en leña, en una especie de combustible para el funcionamiento de sus muchos motores de explosión. En nombre del Progreso, el gran mito de nuestro siglo, se cometen todo tipo de excesos. El hombre actual vive en la alucinante situación de que para ganarse la vida, tiene que entregarla casi en su totalidad a una sociedad de trabajo sistematizado, jerarquizado hasta la náusea, deshumanizado, discriminatorio, manipulador, sometido a las leyes de unos valores culturales caprichosos y cambiantes.

¿Qué espacio puede quedar en un mundo como éste, para la creatividad, para el ocio, para la cultura, para el desarrollo y la libertad personal? Poco y en ocasiones, ninguno.

Kafka escribió en las primeras décadas del siglo. El Proceso fue escrito algo después de la primera guerra mundial, que es en cierto modo, la primera o una de las primeras grandes guerras industriales: había que fabricar aviones, tanques, carros de combate y armamento de todo tipo, apoyar a los distantes ejércitos, y todo ello exigía un tremendo esfuerzo a la población civil: es ahí cuando nace la sistematización del trabajo que rige nuestra cultura actual. El mundo actúa como si no se hubiera enterado de que ya no estamos en guerra con nadie, y ya no es necesario malograr la vida de los ciudadanos de este modo. Pero, todo se sacrifica en aras de la excelencia empresarial, de la magnificencia de unos productos y servicios de los que no sabemos quien habrá de beneficiarse ¿El extenuado ciudadano que los produce, acaso? Poco a poco, el hombre occidental ha ido deslizándose hacía el interior de una oscura parábola kafkiana.

Ya a principios del XX, y como gran visionario que era, Kafka vislumbró este tenebroso proceso que habría de conducirnos al mundo carcelario de nuestro tiempo, y lo transmutó en las inolvidables imágenes oníricas que constituyen su literatura. Kafka sentía el horror de la sociedad del trabajo sistematizado e hiperexigente que aniquila la libertad y el desarrollo personal (a menos que tengas la suerte de que tu modo de vida coincida con tus intereses personales, claro) y eso le llevó a regalarnos esa fantástica, en el doble sentido de la palabra, literatura-testimonio.

Lo curioso del caso es que en el fondo, poco o nada de lo que hemos dicho es original, ya ha sido expresado hasta el cansancio a lo largo del XX por todo tipo de intelectuales, como Camus o Sartre por ejemplo (que fueron justamente los que “decretaron” en la segunda posguerra, el alto valor literario de Kafka), pero aún asi, hemos permitido estúpidamente que el mundo se convierta en la sombría realidad orwelliana que es hoy dia.

Borges (¿Quién si no?) dejó el dictamen definitivo sobre el torturado autor checho: “Kafka es el gran escritor clásico de nuestro atormentado y extraño siglo”

La Leçon d'Eugène Ionesco

A propos de La Leçon d'Eugène Ionesco

Dans La Leçon, ce n'est pas l'histoire qui est importante, ce ne sont pas des personnages particuliers que Ionesco met en scène. La Leçon est ce qu'il a appelé un drame "pur" qui présente une "action modèle de caractère universel", une action modèle telle qu'il l'envisageait dans ses notes sur le théâtre: "Je voudrais pouvoir, quelquefois, pour ma part, dépouiller l'action théâtrale de tout ce qu'elle a de particulier; son intrigue, les traits accidentels de ses personnages, leurs noms, leur appartenance sociale, leur cadre historique, les raisons apparentes du conflit dramatique, toutes justifications, toutes explications, toute la logique du conflit… .ª (pp. 297-298) Dans ce face à face d'une élève et d'un professeur, c'est à la dynamique entre le pouvoir et le savoir que nous sommes confrontés. On peut bien sûr penser à la subjectivité du savoir imposé par tout régime totalitaire mais aussi à la violence faite à tout esprit logique dans la situation d'apprendre. Les logiques mathématiques ne sont après tout que des systèmes auxquels l'esprit peut résister au risque d'en souffrir… La violence faite à la nature apparaît dans la suite de leçons qui aboutissent à la mort des élèves — certaines assez fines d'ailleurs pour mettre le professeur en défaut — mais la violence ne s'interrompra pas. Même la bonne, dernier sursaut de la conscience de celui qu'elle sert n'empêchera pas les prochaines leçons.

Avec La Leçon, Ionesco nous donne un exemple parfait de construction théâtrale telle qu'il l'a définie: "Une pièce de théâtre est une construction, constituée d'une série d'états de conscience, ou de situations qui s'intensifient, se densifient, puis se nouent, soit pour se dénouer, soit pour finir dans un inextricable insoutenable." (p. 339) Le spectateur participe à ces "états de conscience" jusqu'à l'insoutenable viol. Il subit et partage les maux de l'élève et tout à coup se pose des questions: pourquoi l'être humain a-t-il autant de mal avec la soustraction sur laquelle Ionesco nous arrête aussi longtemps? Et si cette résistance à la soustraction n'était qu'un reflet de la peur de la mort, moteur de l'écriture chez Ionesco, ainsi qu'il l'a dit lui-même: "j'ai toujours eu l'impression d'une impossibilité de communiquer, d'un isolement, d'un écartement; j'écris pour lutter contre cet encerclement; j'écris aussi pour crier ma peur de mourir, mon humiliation de mourir." (p. 309)

Pourtant Ionesco a écrit un drame comique, comique qui se mêle aux moments où affleurent la tyrannie et la violence du professeur… Malgré la tyrannie de l'existence, il faut continuer; quoi de mieux que la dérision, que les jeux de mots plutôt que les maux pour échapper à la souffrance existentielle et à la soustraction finale.

martes, 15 de junio de 2010

LAS RUINAS CIRCULARES. JORGE LUIS BORGES

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.