sábado, 21 de agosto de 2010

Acerca de Roderer. GUILLERMO MARTINEZ.

Vi a Gustavo Roderer por primera vez en el bar del Club Olimpo, donde se reunían a la noche los ajedrecistas de Puente Viejo. El lugar era lo bastante dudoso como para que mi madre protestara en voz baja cada vez que iba allí, pero no lo suficiente como para que mi padre se decidiera a prohibírmelo. Las mesas de ajedrez estaban en el fondo; eran apenas cinco o seis, con el cuadriculado tallado en la madera; en el resto del salón se jugaba al siete y medio o a la generala en rondas apretadas y tensas desde donde llegaba, más amenazante a medida que avanzaba la noche, la seca detonación de los cubiletes y las voces que se alzaban para pedir ginebra.
Por mi parte, como estaba convencido de que los grandes ajedrecistas debían mantenerse orgullosamente apartados de todo lo terreno, miraba en aquel mundo ruidoso con un tranquilo disgusto, aunque no dejaba de molestarme –y de arruinar mi satisfecha superioridad moral– que este rechazo mío coincidiera con los argumentos virtuosos de mi madre. Más perturbador me resultaba descubrir que los dos mundos no estaban del todo separados; me habían señalado entre esas mesas de juego a muchos de los que habían sido alguna vez los ajedrecistas más notables del pueblo, como si una fascinación irresistible, una oscura inversión de la inteligencia, arrastrara hacia allí tarde o temprano a los mejores. Yo había visto luego a Salinas, que era a los diecisiete años el primer tablero de la provincia, quedarse poco a poco del otro lado, y me juré entonces que a mí no me ocurriría lo mismo.
La noche que conocí a Roderer tenía como plan reproducir una miniatura del Informador y jugar tal vez un par de partidas con el mayor de los Nielsen. Roderer estaba de pie junto a la barra, hablando con Jeremías, o, mejor dicho, el viejo le hablaba mientras alzaba unos vasos a la luz y Roderer, que ya había dejado de escucharlo, miraba el rápido giro del repasador, el vidrio que resplandecía brevemente en lo alto, con esa expresión ausente con que podía apartarse de todo en medio de una conversación. Apenas me vio Jeremías me hizo una seña para que me acercara.
–Este muchacho –me dijo– parece que se queda a vivir acá. Anda buscando con quién jugar.
Roderer había salido a medias de su ensimismamiento; me miró un poco, sin demasiada curiosidad. Yo, que en esa época tendía mi mano sin dudar, porque este saludo de hombres, digno y distante, me parecía una de las mejores adquisiciones de la adolescencia, me contuve y sólo dije mi nombre: había algo en él que parecía desanimar el menor contacto físico.
Nos sentamos en la última mesa. En el sorteo de color me tocaron las blancas. Roderer acomodaba sus piezas con mucha lentitud; supuse que apenas sabría jugar y como había visto por uno de los espejos que Nielsen acababa de entrar abrí con peón rey, con la esperanza de liquidar aquel asunto en un gambito. Roderer pensó durante un momento largo, exasperante, y movió luego su caballo rey a tres alfil. Sentí una desagradable impresión: desde hacía algún tiempo yo estaba estudiando justamente esta linea, la defensa Alekhine, para jugarla con negras en el Torneo Abierto Anual. La había descubierto casi por casualidad en la Enciclopedia; de inmediato todo en esa apertura me había causado admiración: aquel salto inicial del caballo, que parecía a primera vista una jugada extravagante, o pueril; el modo heroico, casi despectivo, con que las negras sacrifican desde el principio lo más preciado en una apertura–la posesión del centro–a cambio de una lejana y nebulosa ventaja posicional y sobre todo, y esto es lo que me había decidido a estudiarla a fondo, el hecho de que fuera la única apertura que las blancas no pueden rehusar ni desviar a otros esquemas. Por supuesto, nadie la conocía en Puente Viejo, donde se jugaba la Ruy López, o la Defensa Ortodoxa, o, a lo sumo, alguna Siciliana; yo la reservaba celosamente a la espera del torneo. Y de pronto, delante de todos, ese recién llegado la jugaba contra mí. Claro que todavía era posible–y preferí creer esto–que el salto de caballo sólo fuese una jugada torpe, de novicio. Avancé mi peón rey y Roderer volvió a pensar demasiado antes de desplazar su caballo a cuatro dama. Esto se repitió en las jugadas siguientes: yo desarrollaba puntualmente la variante de la Enciclopedia y Roderer se demoraba cada vez en responder pero elegía al fin la contestación correcta, de modo que me era imposible decidir si conocía la apertura o sólo tenía una especie de intuición afortunada que se desmoronaría en el primer ataque serio.
Poco a poco íbamos soltando las últimas amarras; nos internábamos en esa tierra de nadie, más allá de los primeros movimientos, en donde empieza de verdad el juego; apenas sentía ahora los ruidos, como si en algún momento se hubiesen amortiguado; las mesas de naipes, llenas de humo, me parecían fantásticamente lejanas y aun los que se habían acercado a mirar la partida, esas caras tan conocidas, todo se me hacía vago y distante, como cuando se nada desde la playa mar adentro. Volví entonces a mirar a Roderer. Sé que hubo luego mujeres en el pueblo que penaron por él; sé que mi hermana lo amó con desesperación. Tenía el pelo castaño, con una mata que le caía cada tanto sobre la frente; aunque me daba cuenta de que no debía ser mayor que yo, sus rasgos parecían acabados, como si hubiesen adquirido a la salida de la infancia su forma definitiva, una forma que no se correspondía de todos modos con ninguna edad determinada. Los ojos eran oscuros; había en ellos una fulguración que a simple vista pasaba inadvertida, una luz remota que–me di cuenta luego–siempre estaba ahí, como si la mantuviese encendida en una paciente vigilia; cuando desde afuera algo o alguien los solicitaban, se animaban bruscamente y miraban con una penetración honda, casi amenazante, aunque esto duraba sólo un momento, porque Roderer los desviaba de inmediato, como si tuviera conciencia de que su mirada incomodaba. Sus manos, sobre todo, llamaban la atención y sin embargo, ni durante la partida, pese a que las vi desplazarse una y otra vez sobre el tablero, ni luego, en las diferentes ocasiones en que conversamos, conseguí determinar qué había de particular en ellas. Mucho después, en uno de los pocos libros que quedaron de su biblioteca, leí el párrafo de Lou Andreas-Salomé sobre las manos de Nietzsche y me di cuenta de que las manos de Roderer, simplemente, debían ser bellas.
De la partida no recuerdo ya todos los pormenores; recuerdo sí mi desconcierto y mi sensación de impotencia al advertir que Roderer neutralizaba uno tras otro todos mis ataques, aun los que yo creía más agudos. Jugaba de un modo extraño; apenas registraba mis movimientos, como si pudiera desentenderse de cuáles fueran mis maniobras; sus jugadas parecían inconexas, erráticas: ocupaba alguna casilla lejana o movía una pieza intrascendente, y yo podía avanzar hasta cierto punto en mis planes, pero pronto me daba cuenta de que la posición de Roderer, mientras tanto, por alguna de aquellas jugadas, era ahora ligeramente distinta, un cambio casi imperceptible, pero suficiente para que mis cálculos perdieran sentido. ¿No fue después también así, en el fondo, toda mi relación con él? Un duelo en el que yo era el único contendiente y sólo conseguía dar golpes en falso. Esto era tal vez lo más curioso: Roderer no parecía dispuesto a ningún contraataque, ninguna amenaza visible pesaba sobre mis piezas y sin embargo yo no dejaba de sentir ante cada una de esas jugadas incongruentes una sensación de peligro, el presentimiento de que iban configurando algo cuyo sentido se me escapaba, algo sutil e inexorable. El juego, al cabo del tiempo, se había trabado más y más: todas las piezas estaban todavía sobre el tablero. En algún momento había visto a Salinas de pie junto a la mesa, con su copa en la mano; mientras bebía se le formó a medias una sonrisa sardónica que aún le duraba cuando lo llamaron para su turno en los dados. Vi luego irse a Nielsen; me saludó desde la puerta con un gesto que no entendí. El salón se despoblaba de a poco; Jeremías daba vuelta las sillas sobre las mesas vacías. Ahora era yo el que pensaba largamente cada nuevo movimiento; había enfilado mis piezas contra uno de los peones, un peón lateral. Este último ataque, como todos los anteriores, se me revelaba inútil: el peón que había creído débil y aislado aparecía en cada réplica más protegido, hasta volverse inaccesible. De todos modos yo seguía trayendo y sumando en lentas evoluciones mis piezas más lejanas, no porque guardara alguna esperanza sino porque estaba demasiado exhausto como para intentar nada nuevo. Inesperadamente, cuando había logrado reunirlas a todas, Roderer avanzó una casilla el peón y su dama quedó enfrentada a la mía. Sentí un frío sobresalto; aquello era, aquello que tanto había temido estaba por suceder. Eché una mirada a la nueva posición: el cambio de damas que proponía Roderer arrastraría, por el encadenamiento que yo mismo había provocado, la liquidación de todas las demás piezas. No conseguía sin embargo figurarme cómo quedaría luego el tablero. Podía imaginar cinco, seis jugadas más adelante, pero no lograba ir más allá. No había tampoco ningún sitio adonde pudiera retirar mi dama: el cambio era forzado. Esto al menos me liberaba de seguir pensando. Las piezas fueron cayendo disciplinadamente, una por bando; hacían un ruido seco al entrechocar y quedaban luego fuera del tablero. ¿Cuántas jugadas, me preguntaba con incredulidad, había podido anticipar él? Vi al fin, en el tablero desierto, de qué se trataba: el peón que me había empeñado en atacar estaba libre y ahora avanzaba otra casilla. Miré en busca de mis propios peones, conté con desesperación los tiempos. Era inútil: Roderer coronaba, yo no.
Abandoné. Mientras me levantaba miré la cara de mi rival: esperaba encontrar, creo, uno de esos gestos que yo no podía reprimir cuando ganaba, un brillo de satisfacción, una sonrisa mal disimulada. Roderer estaba serio, desentendido de la partida; se había abotonado el abrigo, una especie de gabán azul oscuro, y dirigía a la puerta una mirada inquieta. Tenía una expresión indecisa y a la vez irritada, como si estuviera debatiendo consigo mismo un problema mínimo, una cuestión estúpida que sin embargo no lograba resolver. Habíamos quedado en el salón únicamente nosotros dos; lo que no conseguía decidir, me di cuenta, era si debía esperarme para que saliéramos juntos o podía despedirse inmediatamente y marcharse solo. Conocía bien ese tipo de tormento, pero había creído hasta entonces que solamente yo lo sufría; la imposibilidad de elegir entre dos opciones triviales y absolutamente indiferentes, la horrible vacilación de la inteligencia que oscila de una a la otra y nada puede discernir, que argumenta en el vacío sin encontrar una razón decisiva mientras el sentido común se burla y la azuza: da lo mismo, da lo mismo. Qué desconcertante me parecía encontrar en otro, y de un modo mucho más intenso, los signos de ese mal que tal vez fuera ridículo pero que yo había considerado hasta entonces mi posesión más exclusiva.
–Ya voy–dije para rescatarlo. Asintió con gratitud. Le devolví a Jeremías la caja con las piezas y lo alcancé en la escalera. Cuando salimos le pregunté dónde vivía; era una de las casas detrás de los médanos; podíamos caminar una cuadra juntos.
Ya se acababan las vacaciones y el aire tenía ese frío premonitorio, desconsolador, de los primeros días de otoño. Los veraneantes se habían ido; el pueblo estaba otra vez vacío y silencioso. Roderer escuchaba el rumor lejano del mar; no parecía dispuesto a volver a hablar. Ladraron de pronto unos perros al costado del camino. Me pareció que a mi lado Roderer se ponía tenso y trataba de ubicarlos en la oscuridad.
–Hay muchos perros sueltos aquí–dije–: la gente los abandona después de la temporada.
Roderer no hizo ningún comentario. Le pregunté a cuál colegio pensaba ir.
–No sé.–Lo dijo con un tono grave y cortante, como si fuese una cuestión que le hubiera traído ya demasiados problemas y quisiera apartarla de sí.
–Igual, no hay mucho para elegir; está el Mariano Moreno, donde voy yo, o si no el Don Bosco.
Roderer negó con la cabeza.
–No sé si voy a ir al colegio –dijo.

Según lo que recuerdo Roderer fue al Mariano Moreno durante menos de tres meses; ya no estaba cuando entregaron el primer boletín y no figura tampoco en la foto anual de la división, que se tomaba en julio. Desde que apareció en el aula, en el disgusto con que parecía llevar el blazer, en el nudo descuidado de la corbata, en la expresión hosca y reconcentrada con que se sentó sin mirar a nadie, sin querer ver nada, en todo se notaba que cualquiera fuese la batalla que libraba en su casa, había sido derrotado, o bien–y después de conocer a su madre esto me pareció lo más posible– había vencido quizás en los argumentos, esa victoria transitoria que suelen conceder las mujeres, pero le había sido arrancada luego con ruegos y lágrimas una promesa que ahora, penosamente, trataba de cumplir.
A mí su llegada no me produjo alarma, sino más bien cierto alivio: es verdad que se me consideraba el mejor alumno de la división pero no era tan necio, ni siquiera entonces, como para creer que eso significara gran cosa; y como mis compañeros me hacían pagar bastante duro mis calificaciones, hubiera estado muy dispuesto a ceder mi posición. Pronto me di cuenta de que Roderer no tenía ningún interés por disputármela. A partir del segundo día dejó de prestar atención a lo que decían los profesores y se dedicó sólo a leer, ajeno a todo; a leer de un modo absorto, poseído, como si las horas de clase del día anterior hubieran significado una interrupción grave que no podía volver a permitirse. Traía los libros en un portafolios grande de cuero, con fuelles a los costados; su banco estaba cerca del mío y yo podía ver cómo los sacaba a medida que avanzaba la mañana, sin preocuparse de que se fueran amontonando sobre el pupitre. Eran libros siempre distintos, libros de las disciplinas más diversas, como si Roderer estuviera lanzado al mismo tiempo sobre todo: filosofía, arte, ciencia, historia. Casi nunca empezaba por el principio; los hojeaba hacia adelante o hacia atrás y cuando daba con un párrafo que le interesaba podía quedarse abismado allí indefinidamente, hasta que parecía recordar alguna otra cosa, y buscaba en el portafolios y sacaba a la luz un nuevo libro. Yo, que acababa de leer La náusea, me preguntaba al principio si Roderer no sería como aquel personaje ridículo, el Autodidacto, que se proponía hacer manos a la obra por orden alfabético con toda la biblioteca de Bouville. Pero esa familiaridad con que se desplazaba de libro en libro y la rara precisión con que buscaba y encontraba, sólo podían significar una cosa: que ya los había leído a todos, quizá más de una vez, y que ahora volvía sobre ellos en busca de algo definido, algo que a mí, en el desorden de títulos, me resultaba imposible descifrar. Vi, subrayados y llenos de anotaciones, los dos volúmenes de la Lógica de Hegel, que yo una vez había tratado en vano de empezar; vi una Divina Comedia en italiano, con unos dibujos sombríos y terribles. Vi libros que sólo mucho después supe de qué trataban y otros que eran como dolorosos destellos, demasiado lejanos, libros que, lo presentía, siempre iba a desconocer.
Cada tanto–noté–Roderer llevaba también alguna novela, aunque–y de esto me di cuenta con cierto malestar–las dejaba para leer en el patio, durante los recreos. ¿Debo decir lo humillante que era para mí, que aparte de ajedrecista me proponía ser escritor y creía haber leído más que cualquier otro a mi edad, ver sobre ese banco libros ante los cuales había retrocedido, libros que amargamente había dejado para más adelante o aun títulos y autores que ni siquiera conocía? Había sin embargo una humillación peor: de acuerdo con un trato al que había llegado con mi hermana, a cambio de cierta averiguación que ella me haría con una de sus amigas, yo debía contarle a la salida del Colegio, cuando nos íbamos a fumar juntos a la playa, todo lo referido al "nuevo". Nunca había, por su puesto, demasiado que decir, pero la curiosidad de Cristina era infatigable y cuando desesperaba de sonsacarme nada más me hacía repetir los títulos de los libros que había llevado Roderer y me preguntaba luego de qué trataba cada uno. Yo improvisaba teorías aproximadas y hacía equilibrios de imaginación para salir del paso, pero a veces no me quedaba otro remedio que confesar que no sabía. Esto parecía darle a ella una alegría incomparable; me miraba con incredulidad, abría los ojos, maravillada, y sin poder contenerse me decía, muerta de risa: ¡Es más inteligente que vos!

Los profesores tardaron en reaccionar más de lo que yo esperaba; tal vez–pienso ahora–la madre de Roderer hubiera hablado con ellos para que le tuvieran paciencia el primer tiempo. Sólo el doctor Rago, cuando paseaba entre las filas, se detenía a veces delante de su banco. Rago nos daba la clase de Anatomía. Tenía fama de ser la persona más culta de Puente Viejo y se lo había considerado en un tiempo un médico casi milagroso, pero le habían prohibido el ejercicio de la medicina luego de un incidente desgraciado en que se lo acusó de haber operado bajo la acción de una droga. Desde entonces se ganaba a duras penas la vida dando clases en el Colegio y su humor se había ensombrecido más y más: daba la impresión de un hombre que estuviera ya fuera del mundo, que hubiera abjurado de todo y sólo mantuviese vivo un resto amargo de su inteligencia. Más que sus sarcasmos, a mí me atemorizaba la impunidad que tenía sobre las palabras, la tranquilidad impávida con que podía pasar de un término científico a una palabra escatológica o directamente obscena. Cuando entraba en el aula bastaba que pronunciara el título de la clase para que se hiciera un silencio inquieto y temeroso.
Teratomas. Del griego teratos: monstruo . Un nombre bastante injusto, son tumoraciones de células embrionarias, no pueden ser más monstruosas que nosotros mismos. Prefieren por lo general los lugares húmedos y cálidos– alzaba entonces un brazo–: una axila, por ejemplo. Con el tiempo crecen, como cualquier buen tumor. Y cuando chocan contra un hueso empiezan a roerlo. Entiéndase bien: es un desgaste lentísimo, que dura meses enteros. Son perforaciones infinitesimales, microfracturas absolutamente inaudibles. Y sin embargo es común que el paciente escuche por la noche el ruido característico de la masticación. Crunch, crunch. Algo me está comiendo el hueso, dicen a la mañana y al principio, por supuesto, nadie les cree. Cuando llegan al hospital y se los arrancan, pueden pesar hasta un kilo. Tienen el tamaño de un pomelo; con formación capilar, un ocelo, o los dos, piezas dentarias. ¿Se entiende?–y paseaba una mirada impasible por los bancos–. Ojos, pelos, dientes: un feto a medio hacer, bajo el sobaco.
Cuando nos dictaba recorría las filas con las manos en la espalda y al llegar al banco de Roderer siempre se interrumpía, como si fuera el momento de su diversión.
–¿A qué se dedica hoy nuestro Louis Lambert¿ Pero qué bien: Las flores mágicas, de mi ilustre antecesor. El intrépido muchacho se interna ahora en las delicias de la horticultura.
Hubo un día, sin embargo, en que tuvo un extraño gesto de emoción; había alzado un libro muy antiguo que Roderer tenía casi siempre sobre el banco, un libro con las letras de la tapa despintadas. Rago lo abrió con la expresión a medias sorprendida y a medias admirada de quien vuelve a ver algo que creía perdido para siempre.
–Bueno, bueno: el Fausto de Goethe, en la edición renana.–Y aunque su voz recobró el timbre irónico sonaba curiosamente velada.–Así que también sabemos alemán... Eso está muy bien: conviene escuchar al Diablo en su idioma natal.– Volvió las páginas y pronunció en voz alta:

Grau, teurer Freund, ist alle Theorie. Und grun des lebens goldner Baum.

Dejó lentamente el libro sobre el banco.
–Sólo que no era verde el árbol de la vida, no por lo menos el verde rutilante, el verde festivo de la clorofila, sino en todo caso–dijo con amargura–el verde del moho subiendo por el tronco, el verde fungoso de la putrefacción.

Con todo, el doctor Rago no le dirigió nunca directamente la palabra; hablaba para la clase, sin mirarlo, o murmuraba para sí mismo. En realidad, la primera que intentó hablar con él fue la profesora de Literatura. Marisa Brun–ella insistía, con un énfasis cálido y apremiante en que la llamáramos simplemente Marisa–había estudiado Letras no en el Instituto de Puente Viejo sino en la Universidad del Sur. Tenía ojos azules, unos ojos intensos, rápidos, algo burlones, los ojos más perturbadores que yo haya visto, y unas piernas que mostraba bajo el escritorio con una despreocupada y feliz generosidad. Fácil, fácilmente, nos había enamorado a todos. En el primero de sus cambios había reemplazado la lectura obligatoria de El sí de las niñas por Verano y humo de Tennessee Williams y nos hacía leer los diálogos de Alma y John en parejas que formaba al azar. La chica que me tocó, recuerdo, se avergonzó tanto que no pudo seguir el parlamento. Marisa Brun, sin mirar el libro, dio la vuelta al escritorio y clavó en mí sus ojos irresistibles.
–¿Por qué no me dice nada? ¿Le ha comido la lengua el gato?
Repetí, enrojeciendo, las palabras de John.
–¿Qué puedo decir, señorita Alma?
–Usted vuelve a llamarme "señorita Alma".
–En realidad nunca hemos franqueado ese límite.
Sentí entonces, sin atreverme a mirarla, que su mano rozaba mi cara torturada por el acné, y escuché el susurro de su voz.
–Oh, sí. ¡Estábamos tan próximos que casi respirábamos juntos!
Maravillosa mujer; era previsible, después de todo, que fuera ella la primera en hablarle, porque los acostumbrados a seducir, aun los más generosos, tienen este egoísmo de orgullo: el de no querer dejar a nadie fuera de su abrazo.
–Roderer–dijo un día, interrumpiendo una lectura, y volvió a pronunciar, en el silencio del aula, como un suave llamado–. Gustavo Roderer.
Roderer, sobresaltado, alzó la cabeza. Debía ser la primera vez que miraba verdaderamente a la mujer que tenía delante. Ella acentuó la sonrisa un poco más.
–Levántese, no tenga miedo–dijo, y a pesar del tono despreocupado, levemente irónico, noté que no había conseguido tutearlo, como hacía con todos.
Roderer se incorporó; no era demasiado alto y sin embargo, así, de pie, parecía dominarla; una vez más me causó impresión lo extraño que se veía en el aula. Ella se aproximó todavía un paso.
–Señor Roderer: ¿piensa usted ignorarnos cruelmente el resto del año?–Y sonreía de un modo tan imperioso que cualquiera de nosotros se hubiera abalanzado para responder por él: ¡No! ¡No!
Roderer, confundido, miró en torno; también a nosotros parecía vernos por primera vez.
–¿O es que somos demasiado pueblerinos para usted?
–No, no es eso.
–¿Qué es, entonces?
Hubo otro silencio; Roderer se debatía angustiosamente, sin conseguir hablar.
–Es... el tiempo–dijo por fin–. No tengo tiempo–y como si hubiera dado por accidente con la única formulación posible repitió, con voz más firme–. No tengo tiempo.
–Ya veo: no es que nos desprecie; sólo que no tiene tiempo para nosotros.
Alguien rió y luego todos rieron. Roderer miró con un asombro dolorido el efecto que habían causado sus palabras, pero a Marisa Brun, creo, la venció el despecho, porque dijo todavía, para que lo abrumaran las carcajadas:
–Siéntese, por favor: no le hacemos perder más tiempo.

Cuando salimos al recreo, al dar vuelta en uno de los pasillos, prácticamente me choqué con él. Ya nos habíamos cruzado en otras ocasiones, pero esta vez me pareció bien hablarle. Le reproché, en broma, que no hubiera vuelto al Club para darme la revancha al ajedrez.
–Es que el ajedrez...–dudó, como si fuera a encogerse de hombros . Nunca me interesó demasiado. Era sólo un experimento; un modelo. En pequeña escala, por supuesto.
No alcancé a entender aquello, pero me sonó irritante, igual que cuando había dicho antes: No sé si voy a ir al colegio. El debería haber contemplado que el ajedrez podía ser importante para mí. No es que hubiera exactamente en sus palabras afectación, o pedantería; incluso había tenido casi una nota de modestia al reconocer que la escala era pequeña. Pero esta es sin duda la maldición de la inteligencia, que aun cuando se propone ser modesta resulta ofensiva. Por otro lado, me daba cuenta, sin Roderer como adversario aquel año podría ganar el Torneo Anual. Esto me hizo recobrar el buen humor. Mientras bajábamos la escalera hacia el patio miré la tapa del libro que Roderer llevaba bajo el brazo: era La figura en el tapiz. Me acordaba borrosamente de haberlo leído. Se lo dije y tuve la impresión de que se alegraba; me preguntó qué me había parecido . Traté inútilmente de hacer memoria: apenas recordaba algo del principio, el diálogo en que el escritor famoso desafía al crítico a descubrir la intención general de toda su obra, la figura formada por el conjunto de sus libros. Los demás personajes y el resto de la trama se me habían olvidado por completo; no conseguía recordar siquiera si me había gustado o no, pero decidí tomarme una pequeña venganza. Dije, en tono condescendiente, que el tema era interesante, pero que el estilo incurablemente evasivo de James había acabado por malograrlo. Roderer no pareció demasiado herido sino solamente algo extrañado.
–Es que hay que leerlo como un texto filósofico –dijo–. Es, en el fondo, como El camino a la sabiduría: absorberlo todo, rechazarlo todo y luego, olvidarlo todo.
Habíamos desembocado en el patio. Escuché desde una de las esquinas un murmullo de risas
ahogadas. Mi hermana se había separado de su grupo de amigas y venía hacia nosotros. Sentí ese indefinible orgullo que me daba siempre mirarla: era verdaderamente bonita. Me preguntó algo que, por supuesto, no esperaba que yo respondiera.
–Bueno–me dijo, alzando hacia Roderer sus grandes ojos–: ¿no nos vas a presentar?
Dije los nombres y Cristina extendió a Roderer su cara como para que le diera un beso. Lo hizo de un modo absolutamente natural y encantador y Roderer, contagiado por aquel gesto, dio un paso para besarla, pero algo lo detuvo, como si lo hubiera aniquilado un pensamiento espantoso y se quedó inmóvil y aun retrocedió un poco. Hubo un momento de terrible incomodidad. Mi hermana sonrió con heroísmo.
–¿Ya no se dan besos en la ciudad?
El nos miró a los dos, consternado.
–Estoy enfermo–dijo.

martes, 17 de agosto de 2010

El Estructuralista Duclaux. Enrique Anderson Imbert.

Llegué a París y lo primero que hice fue llamar por teléfono al gran Jean Duclaux con el fin de rogarle que me concediera una entrevista: le manifesté que era uno de sus admiradores y que quería conocerlo personalmente. Debió de haberme creído un colega, pues, ya en su casa, se sorprendió de verme tan joven. Me vi entonces en la necesidad de explicarle que era un mero estudiante. Al enterarse de que no conocía la ciudad, exclamó:
- ¡Ah! Haré que mi hijo, que tiene más o menos la misma edad que usted, lo pasee por un París que no figura en las guías de turismo.
Y antes de que pudiera agradecerle su atención se asomó a la puerta de su estudio y gritó, escaleras arriba:
- ¡Pataud!
- ¿Quoi? - respondió una voz.
- Descend, je voudrais te presenter un étudiant argentin. Pourrais-tu l'emmener et lui montrer le coins peu connus de Paris?
Dicho lo cual Monsieur Duclaux se volvió hacia mí:
- En seguida viene. Mi hijo es extraordinario. Ya lo verá usted. A él le debo, en realidad, aquel libro sobre el Símbolo que publiqué hace unos quince años. Lo escribí aprovechando las notas que había tomado cuando Pataud era un niño y empezaba a hablar. En su modo de aprender la lengua se cifraba toda la evolución lingüística, desde los orígenes del lenguaje. Vivíamos entonces en una granja, en las fueras de Chitry-les-Mines. Un día Pataud aplicó al pato la palabra "cua"- De allí, por una asociación especial, llamó "cua" a otros animales -pájaros, insectos- y a toda sustancia líquida, incluyendo la leche que veía. Las semejanzas se hicieron cada vez más sutiles. Como viera la efigie de un águila en una moneda, llamó "cua" a la moneda. "Cua" fue esto, aquello y lo de más allá. A medida que se ensanchaba su conocimiento del mundo, Pataud establecía un orden y "cuá" señalaba su común denominador, como si dijéramos: el secreto de la Gran Estructura... Mi hijo es de veras extraordinario. Espérelo aquí. No tardará en bajar. Yo, desgraciadamente, tengo que retirarme.
Y se fue, dejándome solo. Mientras esperaba examiné los libros de su biblioteca. Allí estaban, bien encuadernados, las importantes contribuciones del gran Duclaux al Estructuralismo contemporáneo. Al rato se oyeron pasos en la escalera y apareció un muchacho de mi edad: tenía la boca abierta y los ojos perdidos en el aire. Asombrado por el parecido entre el genio y el idiota, le pregunté tímidamente:
- ¿Pató?
- Cua - me contestó.
Salimos. Por las calles el Pato me iba explicando París:
- Cua, cua, cua...

lunes, 16 de agosto de 2010

CHAC MOOL DE CARLOS FUENTES.

La estructura del cuento: la crónica como escritura mestiza

La obra de Fuentes cuenta un mundo nuevo. Ni indígena ni europeo: mestizo. El mestizaje funciona como eje en el que confluyen sangres diferentes, y él asume todas las sangres que constituyen la propia como un mestizaje auténtico.
El cuento relata la historia de Filiberto, un simple empleado público que colecciona ciertas formas del arte indígena mexicano y que adquiere una estatuilla del Chac Mool (deidad maya emparentada con el agua y con el rayo). La lleva provisoriamente al sótano de su casa. Éste se inunda misteriosamente. Poco a poco, el Chac Mool cobra vida, y lo domina totalmente. Filiberto huye y muere en Acapulco. Un amigo suyo va a buscar el cadáver. En el camino de regreso encuentra un cuaderno de notas que corresponden a los últimos meses de vida del protagonista.
Fuentes elige contar la historia de su personaje desde la crónica, a través de la lectura del diario íntimo que realiza un amigo suyo, teniendo como objetivo no la verdad de éste, sino su propia estrategia narrativa. "El género es la expresión total y no sólo un aspecto más."(Rotker, 1992: 202).
El artificio del diario íntimo permite que el lector se interne en la historia como un personaje más.
Las crónicas de la Conquista eran una visión de América desde ojos europeos: el mundo habitado, nombrado, creado por sus habitantes naturales, era recreado por la mirada foránea del colonizador, quien a medida que lo nombraba con un nuevo lenguaje, a medida que lo reconstruía, se apropiaba de él.
El indígena: horrorizado ante la novedad del colonizador. El pasado: enfrentado con el futuro.
En el cuento de Fuentes el asombro se da de manera inversa: el hombre moderno se sorprende, se horroriza del dios maya: "Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era distinta: yo dominaría al Chac Mool, como se domina a un juguete..."(Ch. M., 36)
El presente se enfrenta al pasado que vuelve con más fuerza para apoderarse de la modernidad. Chac Mool es un acto de solidaridad histórica, porque tiene como sustento la supervivencia del mundo antiguo mexicano, porque participa de la multiplicidad de la práctica cultural. El pasado indígena no respeta al presente blanco, así como hace quinientos años éste tampoco respetó a aquél. En la sociedad de Filiberto conviven vivos y muertos, mezclados, invertidos. En México, el pasado sigue pesando sobre los hombres del presente modernizado. Allí está la estatua de Cuautémoc, a diferencia de Santiago de Chile, donde se erige la de Valdivia, o de Lima, donde se emplaza la de Pizarro. De una u otra manera, en el México que nos ha legado Carlos Fuentes a través de su obra, se le ha dado el triunfo a los vencidos, porque es un país donde a los héroes sólo se los concibe muertos: "Hay que matar a los hombres para creer en ellos". (Ch. M., 31)
La roca se hace carne, la carne, cenizas. El pasado enterrado sale a la luz, y en poco tiempo, adopta las comodidades modernas. "Ha tomado mi ropa, y se pone las batas cuando empieza a brotarle el musgo verde".(Ch. M., 36)
El presente se hunde, pues el sótano será desde su muerte, el lugar de Filiberto.
La crónica no es un producto ni literario ni periodístico, pero sí ambos a la vez, es un producto mestizo, al igual que la realidad mexicana. Aunque el relato sea ficticio, se lo cuenta como real; existe un pacto de lectura: basta que el relato sea verosímil, que sea lógico con respecto a la imaginación establecida por el propio texto.
La escritura como diario se concentra en detalles menores de la vida cotidiana. Vamos siguiendo en el desarrollo de la historia la vida del personaje. De esta manera nos enteramos de sus sueños incumplidos, de sus aspiraciones, de las vacaciones en Acapulco, de la vieja casa paterna, "lúgubre en su arquitectura porfiriana"(Ch. M., 33). Pero a diferencia del relato periodístico, la subjetividad tiene aquí derecho a irrumpir. Es por eso que la crónica amenaza la claridad, tanto de las fronteras literarias como de las periodísticas. En el diario de Filiberto, la realidad, las imágenes, los acontecimientos, son construcciones mentales que sólo existen dentro del espacio textual.
Parece que el Chac Mool no ha perdido sus poderes, pese a la civilización moderna. Cuenta una anécdota, que en 1952, siendo trasladado a una exposición en Europa, causó tormentas en alta mar y lluvias por todo el continente, incluso en lugares donde no llovía desde hacía cincuenta años. (Cfr. Harss, 1968: 349).
Esta historia nos hace pensar que el pueblo mexicano está construido sobre rocas vivas, sobre dioses sin tiempo, sobre pirámides de huesos y sangre sin coagular, sobre corazones que laten aún al compás de los tambores. México es para Fuentes una tierra de dioses imperecederos, que se prolongan en el cristianismo.
Carlos Fuentes es un cronista de la soledad, de la nostalgia por el pasado, que se mantiene viva debido a la derrota, del país precolombino que reaparece incesantemente en su imaginación, del México del eterno retorno. Filiberto se pierde dentro de esa sociedad que no es la que él imaginaba, la que pretendían sus sueños de juventud. La soledad del presente, la falta de realización, la imposibilidad de alcanzar un futuro mejor, de abrirse un espacio hacia la verdadera existencia lo angustian, lo devastan: "Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado".(Ch. M., 30-31)
En esta sociedad de gente desplazada, en esta época de tensiones desestabilizadoras, Fuentes crea en la crónica un espacio de lucha, un espacio dialéctico no resuelto ni estático, que concuerda con la época. Un espacio donde la imaginación se asienta en la realidad donde gravitan la historia (identidad) y el presente (modernidad), donde se encuentran todas las perspectivas convertidas en una sola, autónoma y contradictoria a la vez.


Mito y tradición

La pregunta por la tradición, cuando se trata de buscar la identidad de Latinoamérica, es constante.
Dice Devés Valdés que durante los años 50 y 60, el tópico más frecuente en la literatura latinoamericana fue la conciencia: "hacer conciencia, ser conciente, tener conciencia y descubrir los contenidos y la evolución de la conciencia"(Devés Valdés, 2003: 69). Convergen en dicha reflexión varias perspectivas, y si bien todas son diferentes, también todas buscan el autoconocimiento, buscan reivindicar la identidad del continente.
Tal vez Filiberto también buscaba, en su afán de coleccionista, el hogar prometido por Huitzilopochtli, aún dentro de la ciudad asfixiante, lacerante, bulliciosa y agonizante que ya no ostenta el esplendor urbanístico del imperio. México obedece ahora a la planificación económica, no a monumentos ni a simbologías.

En fin, hoy volví a sentarme en las sillas modernizadas –también como barricada de una invasión, la fuente de sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos, cambiados, amnésicos, retocados de luz de neón, prósperos. Con el Café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. (Ch. M., 30)

En este cuento, Fuentes licua la cosmovisión indígena adhiriéndola al mundo moderno, recordándole a éste de dónde viene y hacia dónde se dirige. Una sociedad difícilmente pueda prescindir de la memoria, y Fuentes lo sabe: asimila la historia al relato, a los hechos que deben ser recordados. “La memoria salva, escoge, filtra, pero no mata. La memoria y el deseo saben que no hay presente vivo con pasado muerto, ni habrá futuro sin ambos.” (Fuentes, 2000: 27) Esta frase retumba constantemente en el cuento, y recuerda a Eliot, quien en su ensayo La tradición y el talento individual nos dice que ningún escritor puede adquirir su sentido completo por sí mismo, sino que “su significado, su apreciación es la apreciación de su relación con los poetas y artistas muertos”.[Esto significa que ninguna creación literaria puede prosperar, puede mantenerse viva si no tiene una tradición en la cual implantarse. Tradición implica sentido histórico. Esto es: tener consciencia del pasado, reconocer su presencia, sentir que] “el conjunto de la literatura de Europa, desde Homero, y dentro de ella el conjunto de la literatura de su propio país, tiene una distancia simultánea y constituye un orden simultáneo.” (Eliot, 1944: 13)
El mito del cuento es latino. La transformación de la piedra en carne nos remite al mito de Pigmalión, narrando por Ovidio en sus Metamorfosis , mito que ha sido interpretado y utilizado de muy diferentes maneras a lo largo y a lo ancho de la literatura universal. En la obra de Fuentes, la metamorfosis no se consuma por amor, sino por el sentido histórico del personaje. Él hizo foco en la humanización, en el despertar de la estatua en un México diferente, moderno, al cual no tarda en adecuarse: "Chac Mool vigila cada paso mío; ha hecho que telefonee a una fonda para que traigan diariamente arroz con pollo" (Ch. M., 37). Fuentes no olvida: retoma el pasado europeo, lo interpreta, lo repasa, y lo transplanta a la realidad mexicana. Él asume todas las sangres, que constituyen la propia como un mestizaje auténtico. Es el mismo Fuentes quien define la literatura como "un acontecimiento continuo en el que el presente y el pasado son constantemente modificados mediante interferencias mutuas. Ninguna obra literaria se encuentra determinada histórica e ideológicamente para siempre."(Fuentes, 1993: 28).
El cuento del Chac Mool es una forma de reconocimiento, una forma de aceptar la doble negación del pasado que nos constituye en latinoamericanos. La construcción del presente sobre el pasado es parte del mito integrador. El dios maya encierra en su figura la doble negación, la otredad, sintetiza los rostros europeos e indígenas, la creación inacabada de América Latina.

4. La religión: "Hay que matar a los hombres para creer en ellos" (Ch. M., 31)
En la introducción a su libro Los días enmascarados citada anteriormente, Fuentes define la Conquista como catastrófica, criminal y sangrienta, pero no estéril, porque de ese hecho cruel nacimos los latinoamericanos.
El colonizador impuso su poder a fuerza de cruz y espada. América Latina fue creada en la cultura del catolicismo, un catolicismo sincrético "incomprensible sin sus máscaras indias"(Fuentes, 2000: 16) dice Fuentes, y yo agregaría también de máscaras negras, árabes, judías...
En el cuento, la teoría de la religión se nos comunica por medio de un amigo de Filiberto, Pepe, quien gusta de teorizar:

Que si no fuera mexicano, no adoraría a Cristo, y -No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adores a un dios, muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida? (Ch. M., 30).

Esta declaración permite un acercamiento por caminos diferentes: religiosos, políticos, literarios, que tal vez sean puntos de partida para futuros trabajos. Aquí sólo pretendemos rescatar la visión integradora que realiza Fuentes sobre la sociedad latinoamericana. El catolicismo se impone en el nuevo continente tanto por parte paterna como materna. Los viejos dioses son rápidamente reemplazados por el dios cristiano, quien no sólo no exige que nos sacrifiquemos por él, sino que es él mismo quien se ofrece en sacrificio.
Fuentes crea y recrea los mitos cristianos y aztecas, y a través de su creación busca comunicar su visión múltiple y compleja del México actual. Abre un juicio interminable sobre la sociedad moderna mediante la evocación del pasado, de las reminiscencias prehispánicas indígenas eternamente presentes en su obra. "Nunca podremos ocultar nuestros rostros indígenas, mestizos, europeos: son todos nuestros"(Fuentes, 2000: 25).

5. Somos otros, nuevos por definición.
El cuento del Chac Mool constituye un mosaico sincrético donde coinciden el pasado y el presente, indicando ambos la dirección que deberá tener el futuro.
Con su obra, Carlos Fuentes cubre los intersticios de la historia, llena con su imaginación los huecos, crea un lenguaje nuevo que termina con el silencio del ayer que se licua en el presente del México moderno. Puede, con la ficción, lo que no pudo hacer la realidad latinoamericana: sacar al prisionero de la piedra. Y aquí coincidimos con lo expresado por Cardoza y Aragón en su obra Guatemala: las líneas de su mano, donde el autor apuesta por el mestizaje y su consciencia: "...en el mestizo consciente se conjugan las dos sangres, se abrazan sosegadas, se alientan por igual las dos savias, pues ya no vemos únicamente el horizonte indígena o el horizonte mediterráneo". (Cardoza y Aragón, 1955: 188,189)
Eso es el Chac Mool: una metáfora doble que encarna y niega a la vez la multiplicidad de la cultura latinoamericana, vida y muerte, carne y piedra.
Carlos Fuentes nos hace volver una y otra vez sobre nuestra realidad, sobre nuestra identidad. En su obra vive la cultura americana y la europea, los elementos indígenas y los españoles, porque está seguro de nuestras dos fuentes. Ante las preguntas planteadas al principio de este trabajo, acerca de quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes queremos llegar a ser, él responde: "Necesitamos al otro. Nadie puede ver una realidad completa por sí solo. Necesitamos al otro para completarnos a nosotros mismos".(Fuentes, 2000: 25) La noción de identidad no desaparece totalmente, pero se construye a partir de la de diferencia. Cada espacio textual, cada calle, cada casa o café, en la ciudad de México, es un punto de encuentro de diversidades, pero de diversidades en presencia.
Por lo tanto, nuestra tarea es la integración. No somos ni indígenas ni europeos, no pertenecemos exclusivamente ni a una ni a otra cultura. Somos un continente nuevo: mestizo. El mestizaje es algo que todavía no ha logrado asentarse, que no ha alcanzado la autenticidad, es mezcla sin identidad. Debemos ser conscientes de esta mezcla, sólo así seremos auténticos, sólo así daremos fin a esta angustia que nos escinde y nos desgarra. A partir de esta conciencia de la integración, debemos salir del discurso de la identidad para entrar en la diversidad. Debemos descubrir lo que todavía no somos. Estamos en una encrucijada. "El mundo no está terminado, el mundo se está haciendo, nosotros estamos haciéndonos constantemente, pero portando nuestro pasado..." (Fuentes, 2000: 25).

Chac Mool. Carlos Fuentes

Chac Mool
[Cuento. Texto completo]
Carlos Fuentes

Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.

Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.

Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y cierto sentimiento natural de respeto por la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la pensión, sin respetar los escalafones.

“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas modernizadas -también hay, como barricada de una invasión, una fuente de sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me querían reconocer. A lo sumo -uno o dos- una mano gorda y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”

“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta; en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adorar a un Dios muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?... figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o por mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos.

“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas de arte indígena mexicana. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.

“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch...”

“Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga al ídolo para convencer a los turistas de la sangrienta autenticidad de la escultura.

“El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso; ese fue su elemento y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la oscuridad del sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco que iluminaba verticalmente en la escultura, recortando todas sus aristas y dándole una expresión más amable. Habrá que seguir su ejemplo.”

“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se desbordó, corrió por el piso y llego hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó a llegar tarde a la oficina.”

“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.”

“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.”

“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano.”

“El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por otra.”

“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el piso más alto, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar este caserón, ciertamente es muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana. Pero es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una tienda de decoración en la planta baja.”

“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se distinguía muy bien la penumbra; al finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos de la piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he echado encima unos trapos; mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.”

“Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a la consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, al apretar los brazos los siento de goma, siento que algo circula por esa figura recostada... Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos.”

“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es mi imaginación o delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.”

Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas y memoranda, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía escrita por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa:

“Todo es tan natural; y luego se cree en lo real... pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta el agua de rojo... Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados?... si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?... Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el rumor de un caracol marino. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte que un día llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí, mostrenca; ahora nos sacude para hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente, que era pura imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir... No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volvía a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.

“Casi sin aliento, encendí la luz.

“Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaron los dos ojillos casi bizcos, muy pegados al caballete de la nariz triangular. Los dientes inferiores mordían el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casuelón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia mi cama; entonces empezó a llover.”

Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del Director y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:

“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘...un gluglú de agua embelesada’... Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada, los lotos, sus niños mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias flamantes de vejez. Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y puesto físicamente en contacto de hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético.

“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al creerlo azteca, le untó de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tlaloc1, y cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.”

“Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrí la puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el día tiene corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido que no empape más la sala2.”

“El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado de la Lagunilla. Tan terrible como su risilla -horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o de animal- fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de pesados brazaletes. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez -¿quién lo dijo?- es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta... Ha tomado mi ropa y se pone la bata cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde siempre y para siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras no llueva -¿y su poder mágico?- vivirá colérico e irritable.”

“Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una tonada chirriona y antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y como no me contestó, me atrevía a entrar. No había vuelto a ver la recámara desde el día en que la estatua trató de atacarme: está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas.”

“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una fonda para que diariamente me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas... Como no hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada y quise gritar.”

“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus dificultades recientes para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno que se le considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en él una especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la bata; quiere que traiga una criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado del tiempo. Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su derrumbe, no querrá un testigo..., es posible que desee matarme.”

“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme, nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.”

Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo sicológico. Cuando, a las nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de allí ordenar el entierro.

Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.

-Perdone... no sabía que Filiberto hubiera...

-No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.

FIN

domingo, 15 de agosto de 2010

DÍA DE GLORIA
Para Carlos…, para su niñez.

Esa noche no pudo dormir, su cabeza era una cancha de fútbol. Las jugadas se sucedían en su mente una y otra, las estrategias, los pases, los posibles aciertos… Es que había campeonato en el Schettino, su colegio y Alaya, el maestro de sexto dirigía, organizaba y seleccionaba a los pibes. Él estaba en la primera. Sí, porque Alaya no se venía con chiquitas y cuando organizaba lo hacía a lo grande, así que había primera, reserva, tercera, todo a imagen y semejanza del fútbol profesional.
Por eso, esa noche no durmió, pensaba en Gentile, en su estructura de ropero enorme que llenaba el arco…, entonces ¿cómo meterle un gol? La preocupación le quitaba el sueño, lo hacía revolverse entre las sábanas y se devanaba los sesos ¿cómo iba a entrar la pelota con semejante grandulón?
Pero todo pasa y pasó la noche. Esa mañana mientras caminaba para la escuela los nervios lo consumían y es que de pronto otro obstáculo se interponía entre él y el arco. Sólo lo notó cuando preparaba el bolso con la ropa del equipo. Algo que en sus devaneos nocturnos no había tenido en cuenta y era la falta de botines. Todos tenían botines y él jugaba en zapatillas, unas Pampero de lona que le quitaban potencia al tiro, que lo hacían parecer un jugador de cuarta que pateaba sin fuerza, como acariciando la pelota en vez de enfrentarla con bronca.
Alaya además de dirigir oficiaba de árbitro, sonó el silbato y comenzó el encuentro. Los rivales se movían en el campo con la destreza de profesionales, ellos en cambio en el primer tiempo no se ponían de acuerdo, se perdían en persecuciones absurdas del balón, algunos se querían lucir y hacían jueguitos inútiles dejando que los otros dominaran en el medio campo. El partido se jugaba en una sola parte de la cancha y García que no tenía el tamaño de Gentile hacía lo que podía en el arco. Él se movía en la defensa, se la pasaba a Aguirre, había que evitar que llegaran los tantos del adversario. Así entre jugadas frustradas, insultos de la hinchada y manotazos, terminó ese tramo del partido. No habían jugado bien pero todavía estaban cero a cero.
En el entretiempo, fueron al baño, tomaron agua y se reunieron en el silencio del aula vacía. Fue cuando una película con los acontecimientos de los últimos días pasó ante sus ojos. Alaya lo había llamado para decirle que estaba en la primera, que a Zucconi lo habían tenido que operar de urgencia de apendicitis y que el partido ahora dependía de él, de su actuación. Alaya le había depositado su confianza y no podía defraudarlo, le había dado la oportunidad de demostrar que él estaba para más, aunque muchas veces su timidez le causara malas pasadas.
Ese fue su día de gloria. Salió a la cancha con una fuerza inusitada, esa que se siente cuando uno se juega la vida por algo que se ansía mucho. Cuando terminó, los pibes vivaban de alegría, estaban felices y él era un héroe, el autor de los tres goles que los habían convertido en ganadores del campeonato. Cada uno de los tantos había hecho temblar el arco, el primero pegó en el poste y cuando entró Gentile quedó anonadado. El segundo fue gracias a un pase de Rollano en el área chica, él recibió la pelota, la paró, dudó y cuando se dio cuenta no lo podía creer. El gol gracias a un remate cruzado y a media altura hizo rugir de rabia a la hinchada rival. Antes del tercero, tocaba el cielo y cuando Cruz se la pasó a Pintos, él ya sabía que era suya. Gentile estaba aturdido, desconcertado, toda su enormidad no había podido parar ese bombazo, pateado al ángulo con la furia del que se sabe vencedor.
Cuando dejaron la cancha y se internaron en los baños para refrescarse, se sacó las “Pampero” de lona y las besó, tenía los pies hinchados y doloridos, se escapaban de las zapatillas pero no le importaba, sólo tenía fuerzas para escuchar el galope de su corazón, que veloz y feliz volaba en el arco de su pecho.

Inés C. Carozza

martes, 10 de agosto de 2010

EL EXTRAÑO SEÑOR DEL SACO NEGRO. POR JULIETA LAVEGA RODRIGUEZ

A la salida del colegio, siempre hacia el mismo camino de vuelta a su casa, tal vez porque salía tarde, tal vez porque tenía el cuidado que su madre le pedía que tuviese cuando regresaba, como era única hija su madre la protegía por demás…

Una noche, tomó el camino erróneo, por no prestar atención dobló en la esquina equivocada y se topó con una calle oscura y sombría, fría, tanto que el asfalto tenía escarcha, y como estaba llena de árboles el sol nunca le daba el suficiente calor como para que se secara.

Al apresurarse notó que detrás de ella caminaba un hombre, un hombre alto, parecía esbelto, de aquellos que realmente dan miedo, un hombre serio, que venía tras ella, sin decir una palabra sintió su presencia y apresuró el paso, solo pensaba en llegar a casa, a su cómoda casa, con el sillón súper espumoso, de un extraño color, nunca supo por qué su madre compró esos sillones de pana que tenían una tonalidad entre verde petróleo y azul, muy rara.

Se imaginaba la peor de las historias, la peor de las tragedias, sin dudarlo más siguió con su paso. Al ver que el hombre no hacía ningún gesto se puso a pensar… ¿Será que estoy alucinando? ¿Será que este hombre realmente me estará siguiendo? ¿Será que el frío y mi estúpida imaginación me están jugando una mala pasada?¡Puede ser! Pensó.

Se dio vuelta nuevamente para asesorarse si la seguía, pero para su asombro ya no estaba ahí, así que acomodó su mochila en el hombro derecho y cuando giró los ojos el hombre estaba delante de ella.

¡Sí!, miles de sensaciones sentidas entre terror, miedo, odio, asombro recorrían todo su cuerpo. ¿Cómo podía ser que el hombre que hacía tan solo dos minutos estaba detrás de ella ahora estuviera delante? Con esa mirada tan fría, con su cigarrillo Philip Morris, era obvio que podía reconocer el olor al humo que emanaba del misterioso señor, ya que odiaba que por culpa de esos cigarros su madre se convirtiera en una dependiente de la nicotina.

Miró sus ojos, fríos, marrones casi negros… Estaba de traje, elegante traje negro, camisa blanca y corbata negra, todo encajaba bien con sus zapatos, que a su vez combinaban con su sombrero.

Él la miró y solo esbozó una sonrisa, una sonrisa que nunca entendería si era de maldad o solo una sonrisa de simpatía. Se dio vuelta y sin decir una palabra, se sacó el saco, lo tomó por el cuello y lo colgó sobre su hombro, giró sobre su pie derecho y se alejó caminando hacia la oscuridad misma dejando a la pobre niña asombrada, perturbada.

Desde ese día siempre toma el mismo camino, y el extraño señor del saco siempre la acompaña la misma cantidad de pasos hasta el mismo lugar, siempre está vestido de idéntica manera. Pero, hay algo que cambió, ella nunca volverá a verlo, pero sabe que esta ahí, lo sabe porque aún puede escuchar el sonido de sus pasos alejándose hacia la oscuridad…