domingo, 3 de abril de 2011

PRÓXIMAMENTE NUESTRO LIBRO:

DETRÁS DE LA PUERTA DE ROBLE. POR CARLOS RAFAEL LANDI


Habíamos logrado huir de la prisión tres días antes de arribar a la casa.

Fui yo el primero en despojarme de las esposas. Tras liberarme a mí mismo recordé los cálculos hechos con mi compañero de los cambios de guardia, de las horas y minutos que tomaba cada relevo, sabíamos cuando llegaban los guardias nenos estrictos; repasé los cálculos de la altura, desde la que nos teníamos que deslizar con los pañuelos atados entre sí, asegurados en la parte débil por las mismas correas que ataban nuestros miembros; Recuerdo además, cómo con un fleje de las camas usado como llave cruz abrimos una ventana; cómo con sigilo destrozamos la persiana de madera, providencialmente atada con un cable de televisor viejo, cómo mi compañero el último en fugarse tardó en deslizarse por la hilera de pañuelos para escribir un: “ Te amo Irene” en la pared de la prisión.

Teníamos un aspecto muy peculiar, andrajosos, rapados y corriendo como locos por las calles desoladas de un Buenos Aires que permanecía indiferente.

Así ganamos la lúgubre penumbra del patio y nos arrastramos cuerpo a tierra frente a los muros del centro de detención. No necesitamos mucha inteligencia para burlar la vigilancia del guardia apostado: las luces estaban altas y las sombras abundaban. Cerca del amanecer, corrimos por calles y murmullos de veredas flojas. Cerca de las siete de la mañana pasamos por enfrente de una vieja mansión estilo francés, una antigua casa que se levantaba orgullosa en medio de construcciones modernas. Redujimos el paso.

Con el sigilo de vampiros hambrientos, que deben cumplir además otros requisitos, como la eficacia en la extracción antes de ser descubiertos - por eso atacan preferentemente a animales dormidos- nos metimos dentro y enseguida nos instalamos en la parte más lejana de la casa, en el último patio que una puerta de roble dividía.

Con los días supimos que la casa estaba habitada se oía el diálogo de dos personas preocupadas, aunque no por eso nuestras costumbres cambiaron ni se postergaron nuestros planes. Al contrario, mientras se sucedían los días, fuimos avanzando hacia los demás sectores de la casa, hacia las otras dependencias, hacia el comedor y la espaciosa biblioteca llena de literatura francesa de antes de la segunda guerra mundial.

Llegó un punto en que las lecturas nocturnas, yo sabía francés, se convirtieron en la única distracción y en una obsesión maníaca. Cierta noche los habitantes decidieron cerrar este lado de la casa y le pasaron cerrojo a la puerta de roble. Pero, poco después, cuando conseguimos abrirla, oímos con mi amigo que después clausuraban la puerta cancel y cruzaban con paso nervioso el zaguán de mayólicas.

Con los ojos contra el vidrio biselado de la cancel vimos cómo los habitantes, parecía un matrimonio, abandonaban presurosamente la vivienda.

Avanzamos lentamente hacia la puerta de calle, y por la mirilla observamos como el hombre tiró la llave a la alcantarilla y ambos se perdieron bajo el denso manto de niebla de la noche, sin más pertenencias que lo puesto.

Desde entonces la casa, la desolada mansión, se constituyó en nuestra cómoda prisión, en nuestro nuevo sufrimiento. Nunca encontramos la llave de la ampulosa puerta de la entrada.

En el barrio los vecinos afirman que es una casa tomada.

viernes, 1 de abril de 2011

EL POZO. de ANGEL BALZARINO.

A pesar del cansancio, siguió hundiendo la pala con el mismo ritmo. Lento. Mecánicamente. Como lo había hecho por primera vez, dos días atrás, cuando se produjo la denigrante y jamás pensada rendición de las filas patriotas y entonces los otros, los enemigos que habían soñado y jurado destruir con mayor rapidez y facilidad que aplastar una mosca, se revelaron imponentes y soberbios, dispuestos a emplear un despótico rigor sobre los prisioneros como él. Sí. El peor trabajo. El que nunca imaginé ni hubiera elegido. Sin alternativa para sublevarse. Como tampoco pudo hacerlo aquella tarde cuando llegó a la casa la nota escueta, rotunda, extremadamente fría, que lo urgía a presentarse en el Regimiento del Ejército. Aunque la perspectiva de participar en un conflicto bélico lo sacudió con violencia, procuró mantener la calma para desvanecer el temor que se había apoderado de sus padres y, sobre todo, de Julieta, incapaces de aceptar la idea de tan súbita separación. Será por unos días. Todo se arreglará muy pronto. No logró esgrimir otro argumento, tanto por la necesidad de aferrarse a esa esperanza, bastante débil y nebulosa, como por impulso de la fuerza y seguridad que pretendía trasmitir a través de cada palabra el teniente Bertoldi. La patria está en peligro. Debemos defenderla. Sin miedo ni vacilación. Hasta destruir completamente al enemigo. Probarle nuestra capacidad de lucha. No llegó a sentirse contagiado por semejante fervor, como tampoco la mayoría de los muchachos que ascendieron con él al avión para marchar al frente de batalla en la remota zona austral; más bien el miedo, cierta desorientación y hasta un aire de velada impotencia los embargó cuando padres, hermanos, novias, agitaron los brazos en señal de un saludo que no hacía presentir una separación breve ni pasajera. Parece la despedida final. Como si ya nunca volveremos a vernos. Después, sobrellevando con extrema dificultad el azote del frío, sin llegar a saciar el hambre con la comida escasa y desabrida, debieron superar cualquier gesto de flaqueza y, por imperio de frías disposiciones, armarse de vigor y resolución para cumplir el deber ineludible de echar de las islas a los aviesos invasores. No. No será tan fácil ni terminará tan rápido. La certidumbre creció con la voracidad de un cáncer en el curso de los días, atenuando el optimismo que los mandos superiores pretendían insuflar sobre una pronta victoria. La caída de incontables compañeros acentuó el progresivo pánico ante el poder destructivo de las fuerzas enemigas. Para no caer en el desánimo o tener tal vez bruscos ataques de locura, procuraba evocar sitios familiares, rostros queridos, en una febril tentativa por recuperar todo aquello que había integrado su mundo y ya consideraba remoto, casi perdido. Julieta. La soledad parecía tornarse más aguda cada vez que la recordaba, golpeado por el hecho desgarrador de no poder tenerla entre los brazos, acariciarla, besarla. Hundió la pala en la tierra. Una y otra vez. Ahora impetuoso. Frenético. No por el deseo de acabar cuanto antes el pozo, sino como una forma de apartar el asedio de recuerdos perturbadores o, más bien, para descargar la dosis de rabia, terror, desesperanza. Vanamente. Lo supo con desoladora claridad. Porque ya resultaba demasiado tarde para evadirse de esa especie de trampa. Sin alternativa de elección y obligado a cumplir una disciplina estricta, se había visto precipitado a intervenir, sin preparación y escaso armamento y arrebatado de miedo, en una pugna que de antemano parecía destinada al fracaso. Como si se tratara de una broma macabra y nosotros fuéramos simples muñecos de trapo convertidos en el blanco del ataque de ellos. Desesperado por ser parte de un rebaño que, obediente y sin capacidad para armar una sólida defensa, se afanaba por sobrevivir en desigual puja. Por eso no le sorprendió la rendición. Cayendo prisionero, se vio sometido a reglas que los otros, enseñoreados por el triunfo, se encargaron de hacer cumplir con recia determinación. Sin piedad. Soberbios. Y así le había tocado apuntalar edificios deteriorados por los bombardeos, limpiar los escombros que cubrían los caminos, excavar la tierra para sepultar a los muertos. El peor trabajo. El que jamás hubiera querido hacer. Sobre todo por tratarse de los amigos con quienes había compartido la lucha, el temor, la desolación. Al fin, exhausto, advirtió que el pozo tenía el tamaño de tantos otros. Como lo exigían sus captores. Entonces el grito le hizo volver la cabeza. Notó la firme actitud del soldado que lo vigilaba. Sí. Este es para mí. Lo comprendió súbitamente. Mientras el fusil vomitaba fuego.