martes, 25 de marzo de 2014

BLOW UP O LAS NUEVAS BABAS DEL DIABLO. POR CARLOS RAFAEL LANDI

Bajé por la escalera del Hotel Lamark de la rue Marcadet 147, el domingo 7 de noviembre, justo hace cinco meses atrás. Uno baja cinco pisos toma el metro a dos cuadras, baja en la Concorde y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos, de filmar.
 Yo soy Julio Denis, argentino, profesor de Literatura y fotógrafo aficionado. Llevaba tres semanas trabajando en la escritura de otra versión de "Continuidad de los parques". Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, ganándole al viento, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y el puente Alexander III. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo caminé hasta la isla Saint-Louis y me dispuse a recorrer la ribera del Sena, miré un rato el hotel de los inválidos, y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande, me senté en el parapeto que da al río y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.
          Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías  con mi Nikon de 12 megapixeles ,  ya no soplaba el viento.
          Después seguí por la orilla del Sena hasta llegar a la punta de la isla, donde hay una linda e íntima placita. No había más que una pareja y, claro, palomas. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé iluminar por el sol, cuando de pronto vi por primera vez al jovencito.
          Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo, por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huída.
          Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros  que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia, pero comprendí vagamente lo que le podía estar ocurriendo al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar. Creo que sé mirar, si es que algo sé. De todas maneras, es importante elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas, aunque es más bien difícil.
          Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo, mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta y vestía un abrigo de piel marrón. Todo el viento de esa mañana  le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y refulgente,  que atrapaba a todo el mundo a sus pies y los dejaba  terriblemente solos  delante de sus hermosos ojos negros rasgados.
           El chico estaba  bien vestido y llevaba unos guantes rojos que yo hubiera jurado que eran de su hermana mayor, estudiante de psicología o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la campera. Durante un rato no le vi la cara, apenas su perfil  y una espalda de adolescente  que se ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Sobre el final de los catorce, quizá cerca de los quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los amigos antes de decidirse por un café, un tostado o un jugo. Andaría por las calles pensando en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas  o botellas de licor. En su casa llegaría el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá. Por eso tanta calle, todo el río para él y la  París misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas de un euro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.
          Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, fingiendo su hombría y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego; el mayor encanto  era la previsión del desenlace. El muchacho terminaría por inventar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a peinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente yo esperaba sentado, aprontando casi sin darme cuenta la cámara, para sacar una foto excitante en un rincón de la isla de una pareja nada común hablando y mirándose.
         Curioso de que la escena  tuviera un final inquietante esperé para sacar la foto, si la sacaba en ese momento la imagen solo reflejaría a dos personas comunes tomándose las manos. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre de pelo gris sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, me miraba mientras hacía que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de un auto detenido casi desaparece, se pierde en el reflejo de los cristales. Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte del paisaje. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza, y también el joven y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la escena, para mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre de blanco estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como  yo ese sabor maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito contra el parapeto, los veía casi de perfil, el pelo rubio y la cara de él que era más alto.  ¿Por qué esperar más? Si tenía un zoom de 22 k, con un encuadre donde no entraba el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio que yo tanto ansiaba.
          Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin la imagen reveladora, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle sus últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles, preví la llegada a la casa y sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un cobertor lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla tenue, y todo finalizaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara de u a ademán de un largo juego donde las torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.

         Sé que soy culpable de soñar literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a rumiar, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor  y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen instantánea.
          Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara la memoria de 8 gigas. Todo esto con una voz fuerte y clara, de buen acento parisino, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte, me importaba mucho muy no darle la memoria, pero
cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos y que todo el mundo se saca fotos para poner en las redes sociales. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe  se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto y perdiéndose como una saeta.
          Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la puerta del auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en el asunto. Empezó a caminar hacia nosotros. Corrí desesperado por la ribera del Sena, cada tantos minutos, alzaba los ojos y miraba para atrás, imaginaba la foto; a veces me imaginaba a la mujer, a veces el chico,  recordaba irónicamente la imagen enojada de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca, y mi huída pavorosa como de la de una pesadilla sacada de un thriller de Jason de viernes trece.

        Cuando desde la ventana del ático de mi casa  vi venir al hombre, detenerse cerca  y mirar hacia lo alto con las manos en los bolsillos y un aire de cólera entre hastiado y exigente, un sudor helado corrió por mi cuerpo patrón y entre balbuceos comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con dinero. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros,  no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al viejo de cara blanca y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de toda esta locura. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio que mucho que ver con el silencio de la muerte. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarse hacia mí,  sentí los pasos  y ni siquiera me moví, sin perderlo de vista vi que  la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, y me apoyé en la pared de mi cuarto y sentí un ligero alivio porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo en la siguiente foto, huyendo con todo el pelo al viento llegar a la pasarela y volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca, en su puño se veía temblar un puñal filoso, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto negro que borraba la escena,  yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara. Un ardor agudo acarició mis entrañas y se apoderó de mí.
          

lunes, 2 de diciembre de 2013

ULISES Y LA MAGA. POR CARLOS RAFAEL LANDI

“Todos somos nada más que la encrucijada de un laberinto de fantasmas”
París, 13 de noviembre de 2013.
A Ulises le gustaba hacer el amor con la maga Circe porque nada podía ser más importante para él, y al mismo tiempo de una manera difícilmente definible, el placer lo alcanzaba por un momento y por eso se aferraba desesperadamente a ese cuerpo y prolongaba el abrazo, era como querer eternizar ese momento y así conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona siempre un poco oscura que lo perturbaba porque era temeroso de las imperfecciones, pero la Maga sufría de verdad cuando lo veía regresar a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarlo profundamente, incitarlo a nuevos juegos, y la otra, la credulidad crecía debajo de él y lo arrebataba, se sentía entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua rodando por un barranco, arañando el tiempo con las uñas, entre quejidos y un ronquido exasperante que duraba una eternidad.
Una noche le clavó los dientes, le mordió el brazo hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir, un poco perdido en sus divagues, y hubo un confuso cruzar de miradas sin palabras, Ulises sintió como si la Maga esperara de él la muerte, algo que en ella no era normal, un oscuro deseo reclamando una aniquilación, la lenta carcajada que rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los terrores. Sólo esa vez, descentrado como un matador mítico para quien matar es devolver al minotauro al laberinto y el mar al cielo, se aferró salvajemente a la Maga en una larga noche de la que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la doblegó y la usó como si fuera una muñeca de trapo, la conoció y le exigió las servidumbres de la más sometida mujer, la sintió Galatea, la tuvo entre los brazos oliendo a secreciones, le hizo beber su humanidad que corría por la boca como un desafío a los Logos y a las Pausas, le succionó la eternidad milenaria de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a una mujer, se fundió con la piel, el pelo y sus quejas, la poseyó hasta lo último de sus fuerzas, la tiró contra una almohada y la sábana y la sintió llorar de felicidad contra su cara.
Luego fueron a tomar un café al Old Navy en el boulevard de Saint Germain, y esa noche los dos cerraron un candado de vagas promesas en la telaraña de amores del Pont des arts, y la llave la tiraron al Sena.

miércoles, 10 de abril de 2013

SILVIA. JULIO CORTÁZAR

 Vaya a saber cómo hubiera podido acabar algo que ni siquiera tenía principio, que se dio en mitad y cesó sin contorno preciso, esfumándose al borde de otra niebla, en todo caso hay que empezar diciendo que muchos argentinos pasan parte del verano en los valles del Luberon, los veteranos de la zona escuchamos con frecuencia sus voces sonoras que parecen acarrear un espacio más abierto, y junto con los padres vienen los chicos y eso es también Silvia, los canteros pisoteados, almuerzos con bifes en tenedores y mejillas, llantos terribles seguidos de reconciliaciones de marcado corte italiano, lo que llaman vacaciones en familia. A mí me hostigan poco porque me protege una justa fama de mal educado; el filtro se abre apenas para dejar paso a Raúl y a Nora Mayer, y desde luego a sus amigos Javier y Magda, lo que incluye a los chicos y a Silvia, el asado en casa de Raúl hace unos quince días, algo que ni siquiera tuvo principio y sin embargo es sobre todo Silvia, esta ausencia que ahora puebla mi casa de hombre solo, roza mi almohada con su medusa de oro, me obliga a escribir lo que escribo con una absurda esperanza de conjuro, de dulce golem de palabras. De todas maneras hay que incluir también a Jean Borel que enseña la literatura de nuestras tierras en una universidad occitana, a su mujer Liliane y al minúsculo Renaud en quien dos años de vida se amontonan tumultuosos. Cuánta gente para un asadito en el jardín de la casa de Raúl y Nora, bajo un vasto tilo que no parecía servir de sedante a la hora de las pugnas infantiles y las discusiones literarias. Llegué con botellas de vino y un sol que se acostaba en las colinas, Raúl y Nora me habían invitado porque Jean Borel andaba queriendo conocerme y no se animaba solo; en esos días Javier y Magda se alojaban también en la casa, el jardín era un campo de batalla mitad sioux mitad galorromano, guerreros emplumados se batían sin cuartel con voces de soprano y bolas de barro, Graciela y Lolita aliadas contra Álvaro, y en medio del fragor el pobre Renaud tambaleándose con sus bombachas llenas de algodón maternal y una tendencia a pasarse todo el tiempo de un bando a otro, traidor inocente y execrado del que sólo habría de ocuparse Silvia. Sé que amontonó nombres, pero el orden y las genealogías también tardaron en llegar a mí, me acuerdo que bajé del auto con las botellas bajo el brazo y a los pocos metros vi asomar entre los arbustos la vincha de Bisonte Invencible, su mueca desconfiada frente al nuevo Cara Pálida; la batalla por el fuerte y los rehenes se libraba en torno a una pequeña tienda de campaña verde que parecía el cuartel general de Bisonte Invencible. Descuidando culpablemente una ofensiva acaso capital, Graciela dejó caer sus municiones pegajosas y terminó de limpiarse las manos en mi pescuezo; después se sentó imborrablemente en mis piernas y me explicó que Raúl y Nora estaban arriba con los otros grandes y que ya vendrían, detalles sin importancia al lado de la ruda batalla del jardín.
   Graciela se ha sentido siempre en la obligación de explicarme cualquier cosa, partiendo del principio de que me considera tonto. Por ejemplo esa tarde el chiquito de los Borel no contaba para nada, no te das cuenta de que Renaud tiene dos años, todavía se hace caca en la bombacha, hace un rato le pasó y yo le iba a avisar a la mamá porque Renaud estaba llorando, pero Silvia se lo llevó al lado de la pileta, le lavó el culito y le cambió la ropa, Liliane no se enteró de nada porque sabés, se enoja mucho y por ahí le da un chirlo, entonces Renaud se pone a llorar de nuevo, nos fastidia todo el tiempo y no nos deja jugar.
   -¿Y los otros dos, los más grandes?
   -Son los chicos de Javier y de Magda, no te das cuenta, sonso. Álvaro es Bisonte Invencible, tiene siete años, dos meses más que yo y es el más grande. Lolita tiene seis pero ya juega, ella es la prisionera de Bisonte Invencible. Yo soy la Reina del Bosque y Lolita es mi amiga, de manera que la tengo que salvar, pero seguimos mañana porque ahora ya nos llamaron para bañarnos. Álvaro se hizo un tajo en el pie, Silvia le puso una venda. Soltame que me tengo que ir.
   Nadie la sujetaba, pero Graciela tiende siempre a afirmar su libertad. Me levanté para saludar a los Borel que bajaban de la casa con Raúl y Nora. Alguien, creo que Javier, servía el primer pastis; la conversación empezó con la caída de la noche, la batalla cambió de naturaleza y edad, se volvió un estudio sonriente de hombres que acaban de conocerse; los chicos se bañaban, no había galos ni sioux en el jardín, Borel quería saber por qué yo no volvía a mi país, Raúl y Javier sonreían con sonrisas compatriotas. Las tres mujeres se ocupaban de la mesa; curiosamente se parecían, Nora y Magda unidas por el acento porteño mientras el español de Liliane caía del otro lado de los Pirineos. Las llamamos para que bebieran el pastis, descubrí que Liliane era más morena que Nora y Magda pero el parecido subsistía, una especie de ritmo común. Ahora se hablaba de poesía concreta, del grupo de la revista Invenção; entre Borel y yo surgía un terreno común, Eric Dolphy, la segunda copa iluminaba las sonrisas entre Javier y Magda, las otras dos parejas vivían ya ese tiempo en que la charla en grupo libera antagonismos, ventila diferencias que la intimidad acalla. Era casi de noche cuando los chicos empezaron a aparecer, limpios y aburridos, primero los de Javier discutiendo sobre unas monedas, Álvaro obstinado y Lolita petulante, después Graciela llevando de la mano a Renaud que ya tenía otra vez la cara sucia. Se juntaron cerca de la pequeña tienda de campaña verde; nosotros discutíamos a Jean-Pierre Faye y a Philippe Sollers, la noche inventó el fuego del asado hasta entonces poco visible entre los árboles, se embadurnó con reflejos dorados y cambiantes que teñían el tronco de los árboles y alejaban los límites del jardín; creo que en ese momento vi por primera vez a Silvia, yo estaba sentado entre Borel y Raúl, y en torno a la mesa redonda bajo el tilo se sucedían Javier, Magda y Liliane; Nora iba y venía con cubiertos y platos. Que no me hubieran presentado a Silvia parecía extraño, pero era tan joven y quizá deseosa de mantenerse al margen, comprendí el silencio de Raúl o de Nora, evidentemente Silvia estaba en la edad difícil, se negaba a entrar en el juego de los grandes, prefería imponer autoridad o prestigio entre los chicos agrupados junto a la tienda verde. De Silvia había alcanzado a ver poco, el fuego iluminaba violentamente uno de los lados de la tienda y ella estaba agachada allí junto a Renaud, limpiándole la cara con un pañuelo o un trapo; vi sus muslos bruñidos, unos muslos livianos y definidos al mismo tiempo como el estilo de Francis Ponge del que estaba hablándome Borel, las pantorrillas quedaban en la sombra al igual que el torso y la cara, pero el pelo largo brillaba de pronto con los aletazos de las llamas, un pelo también de oro viejo, toda Silvia parecía entonada en fuego, en bronce espeso; la minifalda descubría los muslos hasta lo más alto, y Francis Ponge había sido culpablemente ignorado por los jóvenes poetas franceses hasta que ahora, con las experiencias del grupo de Tel Quel, se reconocía a un maestro; imposible preguntar quién era Silvia, por qué no estaba entre nosotros, y además el fuego engaña, quizá su cuerpo se adelantaba a su edad y los sioux eran todavía su territorio natural. A Raúl le interesaba la poesía de Jean Tardieu, y tuvimos que explicarle a Javier quién era y qué escribía; cuando Nora me trajo el tercer pastis no pude preguntarle por Silvia, la discusión era demasiado viva y Borel bebía mis palabras como si valieran tanto. Vi llevar una mesita baja cerca de la tienda, los preparativos para que los chicos cenaran aparte; Silvia ya no estaba allí, pero la sombra borroneaba la tienda y quizá se había sentado más lejos o se paseaba entre los árboles. Obligado a ventilar opiniones sobre el alcance de las experiencias de Jacques Roubaud, apenas si alcanzaba a sorprenderme de mi interés por Silvia, de que la brusca desaparición de Silvia me desasosegara ambiguamente; cuando terminaba de decirle a Raúl lo que pensaba de Roubaud, el fuego fue otra vez fugazmente Silvia, la vi pasar junto a la tienda llevando de la mano a Lolita y a Álvaro; detrás venían Graciela y Renaud saltando y bailando en un último avatar sioux; por supuesto Renaud se cayó de boca y su primer chillido sobresaltó a Liliane y a Borel. Desde el grupo se alzó la voz de Graciela: "¡No es nada, ya pasó!", y los padres volvieron al diálogo con esa soltura que da la monotonía cotidiana de los porrazos de los sioux; ahora se trataba de encontrarle un sentido a las experiencias aleatorias de Xenakis por las que Javier mostraba un interés que a Borel le parecía desmesurado. Entre los hombros de Magda y de Nora yo veía a lo lejos la silueta de Silvia, una vez más agachada junto a Renaud, mostrándole algún juguete para consolarlo; el fuego le desnudaba las piernas y el perfil, adiviné una nariz fina y ansiosa, unos labios de estatua arcaica (¿pero no acababa Borel de preguntarme algo sobre una estatuilla de las Cícladas de la que me hacía responsable, y la referencia de Javier a Xenakis no había desviado el tema hacia algo más valioso?). Sentí que si alguna cosa deseaba saber en ese momento era Silvia, saberla de cerca y sin los prestigios del fuego, devolverla a una probable mediocridad de muchachita tímida o confirmar esa silueta demasiado hermosa y viva como para quedarse en mero espectáculo; hubiera querido decírselo a Nora con quien tenía una vieja confianza, pero Nora organizaba la mesa y ponía servilletas de papel, no sin exigir de Raúl la compra inmediata de algún disco de Xenakis. Del territorio de Silvia, otra vez invisible, vino Graciela la gacelita, la sabelotodo; le tendí la vieja percha de la sonrisa, las manos que la ayudaron a instalarse en mis rodillas; me valí de sus apasionantes noticias sobre un escarabajo peludo para desligarme de la conversación sin que Borel me creyera descortés, apenas pude le pregunté en voz baja si Renaud se había hecho daño.
   -Pero no, tonto, no es nada. Siempre se cae, tiene solamente dos años, vos te das cuenta. Silvia le puso agua en el chichón.
   -¿Quién es Silvia, Graciela?
   Me miró como sorprendida.
   -Una amiga nuestra.
   -¿Pero es hija de alguno de estos señores?
   -Estás loco -dijo razonablemente Graciela-. Silvia es nuestra amiga. ¿Verdad, mamá, que Silvia es nuestra amiga?
   Nora suspiró, colocando la última servilleta junto a mi plato.
   -¿Por qué no te volvés con los chicos y dejás en paz a Fernando? Si se pone a hablarte de Silvia vas a tener para rato.
   -¿Por qué, Nora?
   -Porque desde que la inventaron nos tienen aturdidos con su Silvia -dijo Javier.
   -Nosotros no la inventamos -dijo Graciela, agarrándome la cara con las dos manos para arrancarme a los grandes-. Preguntales a Lolita y a Álvaro, vas a ver.
   -¿Pero quién es Silvia? -repetí.
   Nora ya estaba lejos para escuchar, y Borel discutía otra vez con Javier y Raúl. Los ojos de Graciela estaban fijos en los míos, su boca sacaba como una trompita entre burlona y sabihonda.
   -Ya te dije, bobo, es nuestra amiga. Ella juega con nosotros cuando quiere, pero no a los indios porque no le gusta. Ella es muy grande, comprendés, por eso lo cuida tanto a Renaud que solamente tiene dos años y se hace caca en la bombacha.
   -¿Vino con el señor Borel? -pregunté en voz baja-. ¿O con Javier y Magda?
   -No vino con nadie -dijo Graciela-. Preguntales a Lolita y a Álvaro, vas a ver. A Renaud no le preguntés porque es un chiquito y no comprende. Dejame que me tengo que ir.
   Raúl, que siempre parece asistido por un radar, se arrancó a una reflexión sobre el letrismo para hacerme un gesto compasivo.
   -Nora te previno, si les seguís el tren te van a volver loco con su Silvia.
   -Fue Álvaro -dijo Magda-. Mi hijo es un mitómano y contagia a todo el mundo.
   Raúl y Magda me seguían mirando, hubo una fracción de segundo en que yo pude haber dicho: "No entiendo", para forzar las explicaciones, o directamente: "Pero Silvia está ahí, acabo de verla". No creo, ahora que tengo demasiado tiempo para pensarlo, que la intervención distraída de Borel me impidiera decirlo. Borel acababa de preguntarme algo sobre La casa verde; empecé a hablar sin saber lo que decía, pero en todo caso no me dirigía ya a Raúl y a Magda. Vi a Liliane que se acercaba a la mesa de los chicos y los hacía sentarse en taburetes y cajones viejos; el fuego los iluminaba como en los grabados de las novelas de Héctor Malot o de Dickens, las ramas del tilo se cruzaban por momentos entre una cara o un brazo alzado, se oían risas y protestas. Yo hablaba de Fushía con Borel, me dejaba llevar corriente abajo en esa balsa de la memoria donde Fushía estaba tan terriblemente vivo. Cuando Nora me trajo un plato de carne le murmuré al oído: "No entendí demasiado eso de los chicos".
   -Ya está, vos también caíste -dijo Nora, echando una mirada compasiva a los demás-. Menos mal que después se irán a dormir porque sos una víctima nata, Fernando.
   -No les hagas caso -se cruzó Raúl-. Se ve que no tenés práctica, tomás demasiado en serio a los pibes. Hay que oírlos como quien oye llover, viejo, o es la locura.
   Tal vez en ese momento perdí el posible acceso al mundo de Silvia, jamás sabré por qué acepté la fácil hipótesis de una broma, de que los amigos me estaban tomando el pelo (Borel no, Borel seguía por su camino que ya llegaba a Macondo); veía otra vez a Silvia que acababa de asomar de la sombra y se inclinaba entre Graciela y Álvaro como para ayudarlos a cortar la carne o quizá comer un bocado; la sombra de Liliane que venía a sentarse con nosotros se interpuso, alguien me ofreció vino; cuando miré de nuevo, el perfil de Silvia estaba como encendido por las brasas, el pelo le caía sobre un hombro, se deslizaba fundiéndose con la sombra de la cintura. Era tan hermosa que me ofendió la broma, el mal gusto, me puse a comer de cara al plato, escuchando de reojo a Borel que me invitaba a unos coloquios universitarios; si le dije que no iría fue por culpa de Silvia, por su involuntaria complicidad en la diversión socarrona de mis amigos. Esa noche no vi más a Silvia; cuando Nora se acercó a la mesa de los chicos con queso y frutas, entre ella y Lolita se ocuparon de hacer comer a Renaud que se iba quedando dormido. Nos pusimos a hablar de Onetti y de Felisberto, bebimos tanto vino en su honor que un segundo viento belicoso de sioux y de charrúas envolvió el tilo; trajeron a los chicos para que dijeran buenas noches, Renaud en los brazos de Liliane.
   -Me tocó una manzana con gusano -me dijo Graciela con una enorme satisfacción-. Buenas noches, Fernando, sos muy malo.
   -¿Por qué, mi amor?
   -Porque no viniste ni una sola vez a nuestra mesa.
   -Es cierto, perdoname. Pero ustedes tenían a Silvia, ¿verdad?
   -Claro, pero lo mismo.
   -Éste se la sigue -dijo Raúl mirándome con algo que debía ser piedad-. Te va a costar caro, esperá a que te agarren bien despiertos con su famosa Silvia, te vas a arrepentir, hermano.
   Graciela me humedeció el mentón con un beso que olía fuertemente a yogurt y a manzana. Mucho más tarde, al final de una charla en la que el sueño empezaba a sustituir las opiniones, los invité a cenar en mi casa. Vinieron el sábado pasado hacia las siete, en dos autos, Álvaro y Lolita traían un barrilete de género y so pretexto de remontarlo acabaron inmediatamente con mis crisantemos. Yo dejé a las mujeres que se ocuparan de las bebidas, comprendí que nadie le impediría a Raúl tomar el timón del asado; les hice visitar la casa a los Borel y a Magda, los instalé en el living frente a mi óleo de Julio Silva y bebí un rato con ellos, fingiendo estar allí y escuchar lo que decían; por el ventanal se veía el barrilete en el viento, se escuchaban los gritos de Lolita y Álvaro. Cuando Graciela apareció con un ramo de pensamientos fabricado presumiblemente a costa de mi mejor cantero, salí al jardín anochecido y ayudé a remontar más alto el barrilete. La sombra bañaba las colinas en el fondo del valle y se adelantaba entre los cerezos y los álamos pero sin Silvia, Álvaro no había necesitado de Silvia para remontar el barrilete.
   -Colea lindo -le dije, probándolo, haciéndolo ir y venir.
   -Sí pero tené cuidado, a veces pica de cabeza y esos álamos son muy altos -me previno Álvaro.
   -A mí no se me cae nunca -dijo Lolita, quizá celosa de mi presencia-. Vos le tirás demasiado del hilo, no sabés.
   -Sabe más que vos -dijo Álvaro en rápida alianza masculina-. ¿Por qué no te vas a jugar con Graciela, no ves que molestás?
   Nos quedamos solos, dándole hilo al barrilete. Esperé el momento en que Álvaro me aceptara, supiera que era tan capaz como él de dirigir el vuelo verde y rojo que se desdibujaba cada vez más en la penumbra.
   -¿Por qué no trajeron a Silvia? -pregunté, tirando un poco del hilo.
   - Me miró de reojo entre sorprendido y socarrón, y me sacó el hilo de las manos, degradándome sutilmente.
   -Silvia viene cuando quiere -dijo recogiendo el hilo.
   -Bueno, hoy no vino, entonces.
   -¿Qué sabés vos? Ella viene cuando quiere, te digo.
   -Ah. ¿Y por qué tu mamá dice que vos la inventaste a Silvia?
   -Mirá como colea -dijo Álvaro-. Che, es un barrilete fino, el mejor de todos.
   -¿Por qué no me contestás, Álvaro?
   -Mamá se cree que yo la inventé -dijo Álvaro-. ¿Y vos por qué no lo creés, eh?
   Bruscamente vi a Graciela y a Lolita a mi lado. Habían escuchado las últimas frases, estaban ahí mirándome fijamente; Graciela removía lentamente un pensamiento violeta entre los dedos.
   -Porque yo no soy como ellos -dije-. Yo la vi, saben.
   Lolita y Álvaro cruzaron una larga mirada, y Graciela se me acercó y me puso el pensamiento en la mano. El hilo del barrilete se tendió de golpe. Álvaro le dio juego, lo vimos perderse en la sombra.
   -Ellos no creen porque son tontos -dijo Graciela-. Mostrame dónde tenés el baño y acompañame a hacer pis.
   La llevé hasta la escalera exterior, le mostré el baño y le pregunté si no se perdería para bajar. En la puerta del baño, con una expresión en la que había como un reconocimiento, Graciela me sonrió.
   -No, andate nomás, Silvia me va a acompañar.
   -Ah, bueno -dije luchando contra vaya a saber qué, el absurdo o la pesadilla o el retardo mental-. Entonces vino, al final.
   -Pero claro, sonso -dijo Graciela-. ¿No la ves ahí?
   La puerta de mi dormitorio estaba abierta, las piernas desnudas de Silvia se dibujaban sobre la colcha roja de la cama. Graciela entró en el baño y oí que corría el pestillo. Me acerqué al dormitorio, vi a Silvia durmiendo en mi cama, el pelo como una medusa de oro sobre la almohada. Entorné la puerta a mi espalda, me acerqué no sé cómo, aquí hay huecos y látigos, un agua que corre por la cara cegando y mordiendo, un sonido como de profundidades fragosas, un instante sin tiempo, insoportablemente bello. No sé si Silvia estaba desnuda, para mí era como un álamo de bronce y de sueño, creo que la vi desnuda aunque luego no, debí imaginarla por debajo de lo que llevaba puesto, la línea de las pantorrillas y los muslos la dibujaba de lado contra la colcha roja, seguí la suave curva de la grupa abandonada en el avance de una pierna, la sombra de la cintura hundida, los pequeños senos imperiosos y rubios. "Silvia", pensé, incapaz de toda palabra, "Silvia, Silvia, pero entonces...". La voz de Graciela restalló a través de dos puertas como si me gritara al oído: "¡Silvia, vení a buscarme". Silvia abrió los ojos, se sentó en el borde de la cama; tenía la misma minifalda de la primera noche, una blusa escotada, sandalias negras. Pasó a mi lado sin mirarme y abrió la puerta. Cuando salí, Graciela bajaba corriendo la escalera y Liliane, llevando a Renaud en los brazos, se cruzaba con ella camino del baño y del mercurocromo para el porrazo de las siete y media. Ayudé a consolar y a curar, Borel subía inquieto por los berridos de su hijo, me hizo un sonriente reproche por mi ausencia, bajamos al living para beber otra copa, todo el mundo andaba por la pintura de Graham Sutherland, fantasmas de ese tipo, teorías y entusiasmos que se perdían en el aire con el humo del tabaco. Magda y Nora concentraban a los chicos para que comieran estratégicamente aparte; Borel me dio su dirección, insistiendo en que le enviara la colaboración prometida a una revista de Poitiers, me dijo que partían a la mañana siguiente y que se llevaban a Javier y a Magda para hacerles visitar la región. "Silvia se irá con ellos", pensé oscuramente, y busqué una caja de fruta abrillantada, el pretexto para acercarme a la mesa de los chicos, quedarme allí un momento. No era fácil preguntarles, comían como lobos y me arrebataron los dulces en la mejor tradición de los sioux y los tehuelches. No sé por qué le hice la pregunta a Lolita, limpiándole de paso la boca con la servilleta.
   -¿Qué sé yo? -dijo Lolita-. Preguntale a Álvaro.
   -Y yo qué sé -dijo Álvaro, vacilando entre una pera y un higo-. Ella hace lo que quiere, a lo mejor se va por ahí.
   -¿Pero con quién de ustedes vino?
   -Con ninguno -dijo Graciela, pegándome una de sus mejores patadas por debajo de la mesa-. Ella estuvo aquí y ahora quién sabe, Álvaro y Lolita se vuelven a la Argentina y con Renaud te imaginás que no se va a quedar porque es muy chico, esta tarde se tragó una avispa muerta, qué asco.
   -Ella hace lo que quiere, igual que nosotros -dijo Lolita.
   Volví a mi mesa, vi terminarse la velada en una niebla de coñac y de humo. Javier y Magda se volvían a Buenos Aires (Álvaro y Lolita se volvían a Buenos Aires) y los Borel irían el año próximo a Italia (Renaud iría el año próximo a Italia).
   -Aquí nos quedamos los más viejos -dijo Raúl. (Entonces Graciela se quedaba pero Silvia era los cuatro, Silvia era cuando estaban los cuatro y yo sabía que jamás volverían a encontrarse).
   Raúl y Nora siguen todavía aquí, en nuestro valle del Luberon, anoche fui a visitarlos y charlamos de nuevo bajo el tilo; Graciela me regaló un mantelito que acababa de bordar con punto cruz, supe de los saludos que me habían dejado Javier, Magda y los Borel. Comimos en el jardín, Graciela se negó a irse temprano a la cama, jugó conmigo a las adivinanzas. Hubo un momento en que nos quedamos solos, Graciela buscaba la respuesta a la adivinanza sobre la luna , no acertaba y su orgullo sufría.
   -¿Y Silvia? -le pregunté, acariciándole el pelo.
   -Mirá que sos tonto -dijo Graciela-. ¿Vos te creías que esta noche iba a venir por mí solita?
   -Menos mal -dijo Nora, saliendo de la sombra-. Menos mal que no va a venir por vos solita, porque ya nos tenían hartos con ese cuento.
   -Es la luna -dijo Graciela-. Qué adivinanza tan sonsa, che.

viernes, 21 de diciembre de 2012

EL OTRO PARQUE. POR CARLOS RAFAEL LANDI


EL OTRO PARQUE.

Con la misma impaciencia de siempre, caminó apurada por las somnolientas calles del pueblo rumbo a la plaza. Después de sentarse en el banco de costumbre, observó a su alrededor, tenia miedo de que él faltara a la cita.

Él no la hizo esperar mucho, era un taxista de barrio entrado en años que la había fascinado con sus consejos y su escucha cuando ella iba al gimnasio a practicar “Pilates”, sus dos manos bordearon la cintura de la mujer y la obligaron a mirar hacia atrás. Vamos es tarde, le dijo apenas pudo apartarse de la boca urgida por el deseo y con una fuerte presión de su cuerpo lo impulsó a caminar.

No quiero ir a la casa, el plan nos traerá problemas dijo él con voz temblorosa y apesadumbrado signo de desconcierto, pero de ella solo afloró una risotada burlona y provocativa, mientras trataba de estimularlo a concretar el plan que tanto habían elucubrado en sus encuentros furtivos.

El parecía un chico que necesitaba protección pero ella le decía que no tuviera miedo, porque todo iba a salir bien y necesitaban terminar con ese matrimonio de conveniencia y mentiras y la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles, resultaba sin duda el mejor sitio para disfrutar unos momentos de placer, libres de toda intromisión.

El hombre del sillón no oiría los pasos, afirmó ella en un intento de justificar la seguridad del plan y poco a poco el pánico de él se fue diluyendo por la fuerza del atractivo de la aventura compartida casi todas las noches. Estrechados en un abrazo que alentaba un pérfido deseo, se alejaron de la plaza y se internaron por un largo y angosto sendero bordeado de frondosos árboles que desembocaban en una cabaña, el chicotazo de una rama lastimó la cara de él, más allá la casa de aspecto importante, apenas iluminada por la tenue luz de una luna creciente.

Durante unos minutos observaron con los binoculares a través de la ventana, el interior del estudio donde habían estado con mucha frecuencia no sólo en las últimas semanas, sino también durante varios años atrás, al hombre leyendo en su sillón favorito de espaldas a la puerta.

Ella lo acarició y le dio ánimo, pero él rechazó las caricias, el vértigo de la hora final se acercaba. Por fin marchó apresurado hacia la finca , un puñal yacía tibio en su pecho el común anhelo de libertad lo impulsaba con reconfortante alivio, penetró como un ladrón furtivo en la tenue penumbra y el conocimiento adquirido a lo largo de muchos años les permitió moverse con rara habilidad entre los objetos y muebles. El perro no ladró, el mayordomo tenía su día de licencia, comenzó a subir los tres peldaños del porche con creciente impaciencia y entró en la sala azul, surcó la galería, subió la escalera alfombrada nadie en la primera habitación, lo mismo en la segunda, abrió la puerta del salón y apareció en el recinto donde conseguirían una intimidad perfecta, arrebatados por el amor y la dicha. Allí vio al hombre leyendo en el sillón se acercó con mucho sigilo, empuño con fuerza el puñal, el hombre giró su cabeza y lo miró a los ojos, luego sintió una detonación, un fuerte estremecimiento lo sacudió y comenzó a temblar como una hoja, una gran mancha púrpura le cubrió el pecho. El plan se había consumado.

lunes, 16 de abril de 2012

EPÍGRAFE DE LAS RUINAS CIRCULARES

And if he left off dreaming about you. . . Through the Looking-Glass, VI

LAS RUINAS CIRCULARES. JORGE LUIS BORGES

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas. El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar. Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo. A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos. Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía. Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido. En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó. El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy. Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje. Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas. El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

ACTIVIDADES SOBRE LAS RUINAS CIRCULARES DE JORGE LUIS BORGES


1.    ¿Qué significa que el hombre era un forastero?¿Adónde llegó y por qué eligió ese lugar según el texto?



2.    ¿Qué clase de alma buscaba el hombre? 



3.    Los estudiantes de quienes se habla en el texto ¿existían o eran imaginarios? ¿Qué les enseñaba?  Infiera de qué época se está hablando en el cuento.



4.    Describa cómo fue surgiendo la creación del hombre.  ¿Por qué lo llama hijo? ¿Era real? 



5.    ¿Qué le enseñó a este ser?¿Quién le dio vida a su creación?.



6.    ¿Adónde lo mandó cuando ya estaba listo y qué hizo para que no se sintiera diferente a los otros hombres?



7.    ¿Qué nombre se le da al hombre-creador al final del cuento? 



8.    ¿Qué se dice, finalmente, sobre este hombre-creador¿Por qué se puede asegurar que Borges propone al fuego como fuerza creadora y destructiva? ¿Cuál cree usted que era el propósito del autor al escribir este cuento? 



9.    Encuentre un significado a la simbología del círculo en este cuento.



10. .¿En qué se parece al cuento La muerte y la brújula?


lunes, 26 de septiembre de 2011

"Estamos en la era de los nómades y las tribus"

"Estamos en la era de los nómades y las tribus", dice Maffesoli
El sociólogo francés analiza la modernidad

Por Luisa Corradini | LA NACION

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"La sensibilidad ecológica es una alternativa ante el mito del progreso", sostiene Michel Maffesoli. Foto: HANNAH/OPALEPARIS.– Para muchos, el sociólogo francés Michel Maffesoli ha ido más lejos que Nietzsche y que Fukuyama. Para él, no es Dios el que ha muerto, ni la Historia: ha muerto nada menos que la era que dio origen a ambas ideas.

Este reconocido intelectual de 61 años, que pasó la mayor parte de su vida estudiando las corrientes subterráneas e invisibles de la sociedad, vaticina el advenimiento de un nuevo grupo, el de las tribus –término al que dio nuevo significado en 1988– y el hombre nómade.

La tribu como nueva categoría sociológica se extendió rápidamente en los medios académicos y se incorporó al lenguaje cotidiano como palabra de moda.

Hijo de un minero italiano muerto de silicosis, a los 37 años Maffesoli heredó la cátedra de Emile Durkheim en la Universidad de La Sorbona. Fundador del Centro de Estudios de lo Actual y lo Cotidiano, reivindica su pertenencia a la corriente posmodernista de Lyotard, Benjamin y Adorno.

Optimista, provocador, epicúreo y vestido como un dandy –usa moñito y sombrero panamá–, algunos de sus pares lo califican de anarco chic.

­Mientras se prepara para asistir en Buenos Aires al Primer Encuentro de Pensamiento Urbano, el 5 y el 6 del mes próximo, el profesor Maffesoli recibió a LA NACION en su departamento del Barrio Latino de París.

–¿No cree que una sociedad que vive sólo del presente, indiferente al juicio del porvenir, prefigura las peores catástrofes? En dos ocasiones, en los últimos cien años, Occidente gestó ideas similares que engendraron dos modelos totalitarios: el nazismo y el comunismo.

-No lo creo. Pero la función de un pensador no es la de hacer moralismo: es la de constatar.

-Desde hace años usted anuncia el fin de la era moderna. Esto incluye el fin de los valores judeocristianos, el fin de lo político y la emergencia de un concepto absolutamente original en sociología: el de tribu. ¿Por qué es el fin de una época?

-Yo no digo exactamente "el fin". La palabra sobre la cual yo insisto es "saturación". En química, hay saturación cuando las moléculas que componen un cuerpo se separan. Sin embargo, al mismo tiempo, con esas moléculas se produce la composición de otro cuerpo. En nuestro caso, se trata de la saturación de los grandes valores que compusieron el modernismo -fe en el futuro, en el progreso, predominio de la razón-, de esos valores que marcaron los siglos XVII, XVIII, XIX, hasta los años 50 o 60 del XX. Ese fue un gran ciclo, bien elaborado, que dio como resultado la sociedad moderna. El corazón geográfico de ese proceso fue Europa. Luego el modernismo "contaminó" al resto del mundo. Ahora hay saturación. Simplemente, porque en un momento determinado se produce una fatiga, un hartazgo, el desgaste de un modelo, de un paradigma. Y en el momento de esa fatiga observamos una recomposición.

-¿Cuáles son las características de esta etapa que usted califica de "posmodernismo"?

-En vez de la fe en el futuro y en el progreso, estamos frente a la acentuación del presente. Es interesante ver cómo las jóvenes generaciones ponen el acento en el presente, la importancia que tiene para ellos la idea ecológica, contra el mito del progreso. Esta sensibilidad ecológica es alternativa al mito del progreso. En cuanto al gran predominio de la razón, idea en la cual se basaron todas las sociedades modernas, vemos el retorno del afecto, del sentimiento. Yo me sorprendo al ver cómo todo es ocasión propicia para la manifestación de esa afectividad, de la emoción. Como científico social, constato que todos aquellos elementos sobre los cuales se fundó la sociedad moderna están dejando lugar a otra cosa.

-También estaríamos frente al retorno de lo festivo, gran característica del posmodernismo. Usted parece considerar que las manifestaciones multitudinarias de los altermundialistas o de los gays son sólo un pretexto para reunirse y estar juntos.

-Algo así.

-¿No hay contenido político en todo eso?

-En vez de contenido hay continente. Yo juego con las palabras. Digo: lo político es contenido; lo que es importante en nuestra época es estar juntos por el simple hecho de estar juntos.

-¿Por qué?
-El porqué no lo conozco. Yo me intereso solamente en el cómo, en el "de qué manera". La única respuesta que puedo dar al respecto es la saturación.

-En todo caso, usted no es el único que cree en este funcionamiento, basado en la usura de los modelos sociales.

-Así es. Grandes historiadores y pensadores, en muchas disciplinas, lo hicieron antes que yo: el filósofo francés Michel Foucault y el físico estadounidense Thomas Kuhn, por ejemplo. El primero habla de "episteme" para explicar que, durante siglos, el hombre ha tenido una forma de representarse el mundo y una forma de organizarlo en función de esa representación. Foucault dice que el "episteme" grecorromano fue la mitología. En función de la mitología se produjo la organización de las sociedades grecolatinas. Después hubo saturación de la mitología. En la Edad Media apareció la teología, que fue la representación que la sociedad medieval hacía de sí misma y, al mismo tiempo, la organización de esa sociedad: las abadías, los monasterios, las diócesis, las corporaciones. Después de la saturación de ese modelo se produjo el "episteme" de la modernidad. Este fue un nuevo ciclo marcado por el progreso, el futuro, la razón. Yo no hago más que continuar. Muestro que estamos frente a un nuevo ciclo, el del "episteme" posmoderno. Thomas Kuhn dice exactamente lo mismo refiriéndose a la evolución científica, pero utiliza el término "paradigma", que puede ser traducido como "modelo", pero que es más que un modelo. Es una matriz: allí donde nacerá algo. Kuhn muestra que hay sucesivos paradigmas. Para mí es lo mismo: digo que hay que aceptar que las cosas no son eternas. Que todo pasa, que todo desaparece.

-Usted dice que la emergencia de la tribu anuncia la muerte del modernismo. Sin embargo, la tribu siempre existió.

-Sí y no. Es verdad que, como categoría antropológica, la tribu siempre existió. Pero en la historia de la humanidad ha tenido mayor o menor importancia. Cuando yo acuñé el concepto de tribu, lo hice para señalar una gran diferencia con el siglo XIX, culminación del modernismo: ése fue, justamente, el momento de la superación de la tribu. En esa época se crearon los conceptos de "contrato social", de "cuerpo social". La palabra misma, "social", fue creada en el siglo XVIII. Lo social es algo profundamente racional. El contrato es el súmmum de esa racionalidad. Durante toda esa época, lo que prevaleció fueron las instituciones sociales: la escuela, la familia. El objetivo de las instituciones era macroscópico, absolutamente racional, organizado. En esa época existían, naturalmente, las tribus. Pero eran muy marginales, como vestigios del pasado. Ahora asistimos a un retorno de esas tribus. Estamos frente a una organización de la sociedad en tribus. Lo que antes era marginal se ha vuelto central.

-¿El antiguo contrato social ha sido reemplazado por la idea de pertenencia a un grupo, a una tribu?

-Sí. Puede tratarse de tribus sexuales. Hay una multiplicidad de tribus sexuales que se muestran y se afirman: bisexuales, homosexuales, heterosexuales, etc. Pero también puede tratarse de tribus musicales (tecno, góticos, metal), artísticas, deportivas, culturales, religiosas. El desarrollo actual de las sectas es, desde ese punto de vista, muy significativo. Se trata, en realidad, de un proceso transversal. Allí donde el hombre moderno había instalado un cuerpo social absolutamente homogéneo -la República, única e indivisible-, nos encontramos hoy con una especie de fragmentación, de patchwork, con una constelación de grupos.

-En ese proceso posmodernista, una de las principales víctimas parece ser la clase política. Para usted, ese sector vive completamente desconectado de la realidad y es incapaz de entenderla. ¿Esto explicaría el desapego de los jóvenes por la política, las elecciones y hasta por la democracia?

-Quiero aclarar que yo nunca anuncié el fin de la política. Lo que durante dos siglos llamamos "lo político" está adquiriendo una nueva imagen. Cuando fue acuñada, la palabra "política" quería decir "cómo vivir con los demás en la polis (ciudad), cómo convivir". Con el tiempo, esa definición se ha vuelto una especie de antifrase: "política" terminó designando exactamente lo contrario. Actualmente, lo político ya no designa a la administración de la polis, sino que designa algo tan abstracto que ha dejado de tener sentido para el hombre común. Por eso hay un descreimiento en la política, en los políticos. Este proceso también se inscribe en el marco de la saturación. La práctica política cumplió sus objetivos y terminó por envejecer.

-¿Qué hacer, entonces? Porque la sociedad sigue necesitando convivir y ser administrada.

-Es necesario hallar otras formas de hacer política. Yo hablo de la necesidad de una "práctica doméstica" del hombre político. Doméstico quiere decir "de la casa". Hay que ocuparse de la casa. En ese contexto, la ecología adquiere todo su valor. En griego, doméstico se dice oikos, que es "ecología". En la actualidad, el descreimiento en la política tradicional, lejana, es proporcional al interés que despierta lo que yo llamo localismo: ocuparse del barrio, de la calle en la que se vive, en la organización de la vida local. De allí el vertiginoso desarrollo de las asociaciones locales, de proximidad, que serán un actor fundamental de este proceso.

-Son muchos, en la actualidad, los políticos que reivindican esa política de proximidad.

-En la mayoría de los casos se trata de intentos de recuperarse. No creo que la clase política actual esté en condiciones de acompañar este proceso.

-Esas organizaciones, como las tribus, defienden los intereses más diversos y contradictorios. ¿Cómo administrar una sociedad de ese modo?

-Ese es exactamente el gran problema de la transición entre el modernismo y el posmodernismo. Yo hablo de "cenestesia". La palabra fue utilizada por los médicos en el siglo XVII cuando hablaban de "cenestesia corporal". Esto denomina el proceso por el cual los diferentes órganos se ajustan unos en función de otros, y el fluido en función de lo sólido. Después fue la psicología la que utilizó el concepto para referirse al niño que aprende a caminar: se cae, se golpea, se vuelve a caer... hasta que por fin adquiere la cenestesia (la percepción correcta de su entorno y de sí mismo) y comienza a caminar. En el caso del cuerpo social, podríamos imaginar que habrá, después de numerosos aprendizajes, de errores y caídas, cenestesia del cuerpo social. Es decir que las diversas tribus sabrán ajustarse en función de las necesidades del resto, hasta alcanzar el equilibrio. Por el momento, creo que estamos en el período de aprendizaje.

-¿No ve usted una real posibilidad de caer en extremismos, en totalitarismos?

-Desde luego que la cuestión se plantea. Hay dos alternativas. Yo tengo un auténtico diferendo con uno de mis grandes amigos, Umberto Eco. Para él, esta situación nos pone a las puertas de la barbarie, del fanatismo, del advenimiento de nuevos totalitarismos. Para mí, "bárbaro" no es un término peyorativo: es aquel que fecundará una civilización agonizante. Allí donde Eco ve barbarie, yo veo cenestesia.

-¿Por qué razón?
-Le daré como ejemplo dos grandes momentos de la historia de la humanidad. El primero, entre los siglos III y IV de nuestra era, tras la desaparición del Imperio Romano, cuando comenzó el cristianismo. En aquel momento, frente a un imperio agonizante, estaban los bárbaros y una infinidad de sectas cristianas. Todo eso terminó por ajustarse: lo que se llamó la decadencia romana dio origen a la civilización cristiana. Para ello, el hombre abandonó el imperio unificado y entró en una zona de turbulencias. Gracias a esas turbulencias se produjo el ajuste final. El lazo que unía a esas minúsculas sectas diseminadas en el territorio imperial se llamaba "la comunión de los santos", un sentido de pertenencia que todas compartían, a pesar de la distancia.

-¿Y cuál sería la "comunión de los santos" de las tribus actuales?

-Internet. Hoy vemos que un grupo de rock metal de Praga se pone en contacto con otro en Buenos Aires gracias a Internet. Internet es, para mí, "la comunión de los santos" posmoderna. Creo que gracias a Internet el ajuste se producirá, evitando la anarquía.

-¿Cuál es el segundo ejemplo histórico?

-La Edad Media, que no fue el período de oscurantismo que muchos pretenden. El medievo fue el momento de las catedrales, la universidad, las corporaciones... Aún no existían las grandes instituciones que son los Estados-nación. Unicamente existía el Santo Imperio Romano, que sólo eran pequeñas baronías, enfrentadas unas con otras. Tribus, en el fondo. Y, sin embargo, había una auténtica unidad europea, sin el molde de los Estados-nación. El ajuste entre todas esas pequeñas entidades produjo la organización posterior.

-Según su análisis, estaríamos nuevamente en una situación de primitivismo...

-Yo he escrito algo parecido. Sin utilizar la palabra primitivismo, digo que el posmodernismo es la sinergia entre lo arcaico y el desarrollo tecnológico. En el fondo, lo que yo llamo arcaísmo es lo que usted llama primitivismo. Arke, en griego, quiere decir lo que es primero, fundamental. No quiere decir viejo, pasado de moda. Y en efecto, estamos ante el retorno del arke: la tribu es arcaica, el nómade es arcaico.

-Nómade es otra de sus categorías para definir al hombre posmoderno, al miembro de la tribu.

-Sí, el nómade es el hombre que va de una tribu a otra, que no tiene una única identidad ideológica, sexual, profesional o de clase, que no se deja encerrar dentro de roles que antes eran definitivos, en instituciones como el matrimonio. El nómade puede pertenecer simultáneamente a numerosas tribus.

-Es fácil seguirlo cuando usted dice que, en Europa, el modelo de polis terminó causando el hastío de sus ciudadanos...

-Yo suelo usar un buen ejemplo: el mito de Dionisos, dios de la fiesta, en contraposición al mito de Prometeo, dios del progreso. Los ciudadanos de la pujante polis moderna, progresista y trabajadora, muertos de aburrimiento, terminaron por abrir sus puertas y dejaron entrar a Dionisos.

-...pero ése no puede ser el caso de las sociedades latinoamericanas, mal organizadas, mal administradas y mal alimentadas.

-No conozco mucho la Argentina. Sólo estuve dos veces fugazmente, y quisiera ser prudente. Sin embargo, siempre dije que así como Europa fue el laboratorio del modernismo, América latina es el laboratorio del posmodernismo. Lo veo a través de la importancia que tiene el cuerpo, la teatralidad en todos los actos de la vida, la importancia del presente, del "presenteísmo", del carpe diem, de la relativización de lo "prometeico", de la importancia de lo dionisíaco, del mestizaje de nacionalidades, culturas y etnias diferentes. Todo eso es definitivamente posmoderno.

-Pero en lo que concierne a nuestra región no se puede hablar de usura de un modelo, porque ese progreso raramente existió.

-Pero el ideal de la sociedad moderna, progresista, sí existió. Y creo que los recientes acontecimientos dramáticos que vivió la Argentina -crash financiero, hipercrisis política, manifestaciones populares, cacerolazos- son la manifestación paroxística del rechazo de un modelo que fue importado, implantado por la fuerza sobre la sociedad: el modelo político europeo, el del Estado-nación y sus ideales de progreso y de fe absoluta en el futuro. .
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