miércoles, 30 de marzo de 2011

Hombre de la esquina rosada. JORGE LUIS BORGES

A Enrique Amorim

A mi, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condicion de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la companera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no era todavía Francisco ReaI, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
­Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
¿;Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió con estas palabras:
­Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frio.
­De asco no te carneo­dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
­Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
­ ¡;Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida !
Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿;para quien? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentre a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dió coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
­Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo ­me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida ­cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos ­y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿;Que iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo.
¿;Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecia dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oimos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
­Entrá, m'hija­y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
­¡;Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! ­se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
­La está mandando un ánima ­dijo el Inglés.
­Un muerto, amigo ­dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dió unos pasos marcado ­alto, sin ver ­y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿;Ouién le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dió Ia vuelta redonda y volvío a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
­Para morir no se precisa más que estar vivo ­dijo una del montón, y otra, pensativa también:
­Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.
­Lo mató la mujer.
Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
­Fijensén en las manos de esa mujer. ¿;Que pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de guapo:
­¿;Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.
Hombre de la esquina rosada

Jorge Luis Borges

TRABAJO PRÁCTICO: Cuestionario

Investigar la biografía del autor.

¿A quién está dedicado el cuento?

Describir época y lugar en que transcurre. Dar ejemplos.

¿Adónde ubica el Maldonado?

¿Cómo está actualmente?

¿ Quién relata el cuento en la ficción? ¿Y a quién?

¿ En qué momentos se encuentra con “la Lujanera”? Cítarlos.

Dice el texto: “Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche,” refiriéndose a Francisco Real. Explicar cuáles fueron esas tres veces en que lo trató en la noche en que transcurre el cuento.

¿Quién mató al “Corralero”?

¿Cómo lo sabe? Dar ejemplos

¿ Dónde realiza el autor cortes de tiempo?

¿ Qué tipo de lenguaje utiliza?

¿ Qué significa “pelar el fiyingo”?


Buscar ejemplos de imágenes sensoriales, comparaciones, metáforas e interrogaciones directas e indirectas en el cuento.


Describir los personajes

Realizar el argumento del cuento.


Realizar una descripción de un lugar a su elección, ambientado en la época en que transcurre esta obra.

ACTIVIDADES SOBRE " EL ORDENANZA" DE ANGEL BALZARINO

¿Puede la imaginación de un hombre condicionar su vida?

¿Se puede vivir sin esperanzas?

¿Puede un deseo convertirse en obsesión?

¿Existe la angustia existencial, como para llegar a matar?

¿Cuál es la actitud vital que lleva al hombre a internarse en un laberinto sin salida?

¿Produciría placer la concreción de su plan?

¿Se liberaría definitivamente de su complejo?

Al vengarse en esas 6 personas, ¿Lograría la felicidad?

Esos seres a los que él obedeció, ¿Serían tan perversos como él lo sentía?

¿Qué pasó con esas personas que inesperadamente lo trataron cordialmente, justo ese día? ¿O es que Aurelio vio ese día las cosas de otra manera?

¿Qué contenía el paquete obsequiado?

Al fin, ¿habían muerto?

¿Aurelio había terminado en la cárcel?

¿Qué hizo Aurelio para evitar que se burlaran de él?

Por qué el final que usted eligió es abierto?

¿Piensa continuar esta historia?

¿Usted se siente identificado con Aurelio en alguna de sus características?

¿Por qué su escritura en párrafos con espacios en blanco, tan llamativa...?

¿La incluye en la corriente del realismo mágico?

¿Por qué el hombre prejuzga sin antes conocer?

¿El hombre crea sus propios fantasmas?

¿Un defecto físico puede condicionar a una persona de forma tal, que ésta sea capaz de asesinar a otras?

¿Puede el hombre matarse a sí mismo por el solo hecho de no reconocerse tal y como es?

¿Tiene el autor alguna relación con Aurelio?

¿Sólo la perfección es digna de respeto?

¿El sentimiento de venganza está presente en las personas que tienen defectos físicos o capacidades diferentes?

¿Quién tiene derecho a considerarse mejor que los demás?

¿Qué es más importante: ser una bella persona o ser una buena persona?

¿Es muy difícil vivir sin dañar a las personas que nos rodean? ¿Qué actitud debemos tener? ¿Qué podemos hacer para mejorar la situación?



¿Puede gozar el hombre ante la concreción de un plan?

¿De qué se habla cuando se dice disfrutar?

¿Cuál es la pena más grande del hombre?

¿El hombre puede vegetar?

¿El hombre puede ser víctima de su propia fuga?

¿Todo lo experimentado por un hombre es expresado por él?




¿El individuo necesita culpar a otros para sobrellevar su condición de vida?

¿El hombre es realmente un objeto de burla o él crea esa situación en su entorno?

¿El ser humano necesita la venganza para aceptar de alguna manera su condición de vida?

¿La venganza hace que el individuo se sienta menos ofendido?

¿Hasta qué punto el individuo se acepta tal cuál es?

¿Hasta qué punto la venganza es utilizada para aliviar el rencor del individuo que se siente rechazado?

¿Por qué se busca la venganza antes que un arreglo de palabras?

¿Existen personas superiores e inferiores que uno?

¿Hubiese sido necesario el veneno si ellos hubieran hablado antes?

¿Qué es la frustración?

¿Nos sentimos satisfechos cuando elegimos una venganza, o sólo lo hacemos como una salida?

¿por qué los seres humanos buscan la perfección externa sin importar los medios?


La perfección es interna y "divina", si se la encuentra.

¿Fue premeditación o desesperación su actitud?

¿Qué quería lograr con su decisión?

¿Por qué le genera placer, liberación, la muerte de otra persona?

¿Qué lo llevó a hacer ese plan monstruoso?

¿La perfección externa es negocio o bienestar?

¿Por qué el hombre degrada al hombre siendo de su misma especie?

¿Por qué se venera el cuerpo perfecto, si no se sabe qué es la perfección?




Los compañeros se murieron o no?

¿La vida del protagonista pudo haber sido tan trágica para tomar semejante determinación?

¿Creyó terminar de esta manera con su fuga constante y disparatada

¿Aurelio estaba enfermo de odio y venganza?

¿Qué habrá pasado con las seis personas después de haber tomado ese café?

¿No sería el mismo Aurelio el que se perseguía tanto, que le parecía que toda la gente se burlaba de él?

EL ORDENANZA. Por ANGEL BALZARINO.

Cuidadosamente abrió el pequeño paquete y dejó caer el polvo blanco dentro de la cafetera. Luego revolvió con una cuchara el café hasta que desaparecieron los puntos blancos y el líquido quedó otra vez de un color oscuro, definido e intenso. Como el de todos los días. No se darán cuenta hasta que sea demasiado tarde. Después, con una rapidez que relegaba el habitual desgano con que realizaba ese trabajo diariamente, desde hacía casi un año, sacó del armario seis tazas y seis platillos y los puso junto a la cafetera, en la bandeja.

Ya está. Todo listo. Creyó disfrutar ya el placer que le brindaría la concreción de su plan. Aparentemente todo estaba como de costumbre, y, sin embargo, hoy su tarea culminaría de una forma muy distinta a la de tantos otros días; hoy, por fin, poseía el modo -que consideraba poderoso e infalible- de destruir la exasperante rutina y, sobre todo, de vengarse de esas seis personas que en el curso de muchos meses habían estado hostigándole con sus bromas, sus órdenes imperiosas, sus risas descaradas.

Pero ahora se liberaría definitivamente. Hoy se rebelaría contra el pertinaz asedio de los demás -no sólo de esas seis personas junto a las que trabajaba, sino también de todas las que conoció desde su niñez- a causa del defecto físico provocado por una profunda herida en su pierna izquierda al caerse sobre una lata y que lo obligó a caminar siempre con una torpe y cómica oscilación. Tenía cinco años cuando ocurrió eso y desde entonces su nombre verdadero fue reemplazado por el del Rengo, apodo que los demás usaron en un tono despectivo, acentuando más aún la certeza de su incapacidad. Y no pudo evitar ser llamado así; primero fueron sus compañeros del colegio y luego los que tuvo en los diversos lugares donde trabajó. Los otros habían encontrado a través de su renguera un medio para bromear y entretenerse y ello resultaba fácil porque él, como un cobarde o un sonámbulo, siempre lo aceptó todo: la ofensa y el sarcasmo, la burla y el desprecio. Vivió mecánica e insensiblemente, sólo invadido por un odio cada vez más profundo y exacerbado hacia quienes lo rodeaban y que lo impulsó a esperar, con una conformidad inaudita, el momento de vengarse. Únicamente eso quiso: vengarse. Y ese deseo lo obsesionó durante días, meses, años... Pero como el tan anhelado instante siempre era postergado por su indecisión o temor o falta de oportunidad, comenzó a creer que eternamente sería un objeto frío e inanimado para satisfacer el capricho de todos.

Ya desde que abandonó el colegio (a los nueve años, cuando murió su padre, y la precaria situación económica en que quedaron él y su madre, lo obligó a trabajar), pareció internarse en un laberinto sin salida; en el primer lugar donde trabajó se había repetido lo que sucedió en el colegio; su caminar dificultoso provocó burlas procaces y despiadadas; y entonces, para liberarse, dejó esa ocupación y buscó otra; pero volvió a ocurrir lo mismo, y así, cambiando incesantemente de trabajo -siendo cadete o repartidor de almacén o aprendiz de mecánico- se fue hundiendo cada vez más en una existencia sórdida y miserable.

Y durante años vegetó sin alegría, ni sosiego, ni esperanza, realizando cualquier tarea, considerando a cualquier ser que se le acercaba corno un terrible y alevoso enemigo. No me tratarán siempre como a un perro. Haré algo para impedirlo. Pero el momento de plasmar su deseo parecía siempre el inalcanzable.

Hasta hoy, porque al fin tenía el valor y la ocasión de la revancha, que descargaría sobre seis personas, brutalmente. Ya no volverán a burlarse de mí. Apartando los recuerdos que lo mantuvieron un rato absorto e inmóvil, observó su reloj: ya hacía cinco minutos que debía haber servido el café.

Lentamente levantó la bandeja. Bueno, hoy será la última vez... Inició la marcha con cierto embarazo. El peso de la bandeja lo obligaba a mantener un equilibrio que nunca tuvo; y esa mañana, más que otras, temió trastabillar -lo que era muy frecuente- y caerse, porque derramando el café quedaría frustrada, o postergada de nuevo, su venganza. Debo tener mucho cuidado. Aquí llevo una bomba.

Mientras caminaba pensó que realmente ningún empleo le había resultado más penoso y desagradable que el de ordenanza en esa empresa; y, como en otras partes, sólo obedecía a la actitud de los demás. Allí creyó enfrentarse a los seres más perversos que había conocido, los que hallaron en él -como el juguete nuevo en poder de un chico- la fuente que los proveía de una diversión incesante, y todos los días la conseguían de modo distinto: tirando papeles en el piso que él acababa de limpiar, o haciéndole realizar inútiles diligencias sólo para reírse de sus pasos irregulares, o lo que era peor y él más temía, causando su caída con una zancadilla cuando llevaba la bandeja con la cafetera y las tazas.

Quiso también abandonar ese trabajo, como había hecho con otros; pero se negó a continuar su fuga constante y disparatada. Permaneció allí, dispuesto a concluir de una vez con la horrenda situación que sobrellevaba desde la niñez.

E inesperadamente supo cómo obtenerlo.

Fue el día anterior, cuando observó a su madre depositar veneno sobre las flores para resguardarlas de los insectos que había en el jardín. Sí. Por fin sabrán todos de lo que soy capaz. Por eso había sacado un poco del veneno que su madre guardaba en un aparador y esa mañana lo echó en el café.

Lentamente cruzó el corredor que desembocaba en una reducida sala, y allí se detuvo, frente a las tres puertas de las oficinas. ¿Cuánto tardarán en morir? Era la primera vez que se formulaba esa pregunta, y comprendió en seguida que no le interesaba el tiempo que tardaría en surtir efecto el veneno -minutos, horas o quizá días-, sino más bien que coronase totalmente su propósito.

Por un momento no supo en cuál de las tres oficinas entrar primero; pero, como queriendo seguir la rutina ya establecida, se decidió por la del gerente. Sostuvo la bandeja en una mano y con la otra dio dos golpes en la puerta; y oyendo una voz familiar, la abrió.

Quedó algo desconcertado. Allí no estaba sólo el gerente, como todas las mañanas, cuando servía el café, sino también los empleados. Todos: los seis. Y apenas entró dejaron de hablar y clavaron los ojos en él, casi con una repentina curiosidad, igual que si lo vieran por primera vez; y esa fijeza inusitada hizo vacilar un poco la seguridad que tenía hasta entonces.

No obstante, se esforzó por mantenerse sereno, y observando atentamente los seis rostros, casi se asombró de no descubrir en ellos ningún gesto que revelase la habitual mordacidad, pues aparecían serios, graves, como si ocurriera algo muy importante. Pero, ¿qué pasa? Casi presintió el fracaso de su plan, porque el hecho de estar todos allí, reunidos a esa hora, confería un carácter desusado a la monotonía de las otras mañanas.

-Puede servir el café, Aurelio -le dijo el gerente, en un tono suave y amable que no era el de costumbre-. Lo tomaremos aquí.

La voz lo sorprendió. Entonces trató de realizar naturalmente lo poco que faltaba para concluir su obra. Tal vez morirán los seis al mismo tiempo.

Depositó la bandeja sobre el escritorio y luego, con cierto aturdimiento provocado por el silencio y las miradas de ellos -en ese momento atentas, fijas en él-, tomó la cafetera con mano temblorosa y sirvió el café. No se darán cuenta. Casi rogó que fuese así, pues aún no se sentía absolutamente seguro y temió que algo -su nerviosidad, que sin duda era evidente, o el color del café, un poco más claro que otras veces- develara lo que sucedía.

Pero, en seguida, ellos tomaron las tazas y, a rápidos sorbos, bebieron el café. Y mientras lo hacían, él deslizó la mirada por sus rostros, ya tranquilo, con un placer morboso y desconocido. Ya está. Ahora dormirán para siempre. Y tuvo el súbito impulso de gritarles su odio, de expresarles abiertamente que había conseguido aplacar un poco la carga de angustia y sufrimiento, porque ellos -sólo ellos seis de los tantos seres que desplegaron un tenaz asalto sobre él- acababan de convertirse en los destinatarios de la venganza que había estado gestando y esperando a lo largo de muchos años, y hacerles comprender, finalmente, que por primera vez era más fuerte y poderoso que todos.

Pero no expresó de ninguna manera lo que experimentaba, Sólo le pareció que sus labios pretendían esbozar una sonrisa, instintivamente, al imaginar que esos semblantes, ahora serenos y despejados, muy pronto, a causa del veneno, se tornarían lívidos, congestionados, duros, fríos. Como las hormigas. Recordó las diminutas figuras negras e inertes que cubrían el jardín luego que su madre rociaba las plantas con veneno. Aunque él no podría contemplar esas caras descompuestas por el dolor y la agonía.

Despaciosamente se dio vuelta y caminó unos pasos, pero antes de llegar a la puerta, la voz del gerente lo detuvo:

-No se vaya, Aurelio.

Quedó paralizado, como si un golpe brutal aplastara su cuerpo. ¿Qué pasaba ahora? ¿Acaso había sido descubierto? Un sudor frío lo estremeció y sintió las piernas débiles. Estoy perdido. De pronto creyó que esas seis personas se convertirían en indignados acusadores. Pero cuando su mirada aterrorizada abarcó sus rostros y los vio sonrientes, amistosos, cordiales, todo su miedo se transformó sólo en sorpresa, que se acentuó más aún al oír la voz del gerente diciéndole, como en un sueño absurdo e increíble:

-Hoy hace un año que usted trabaja aquí. Por eso, para premiar su eficacia y dedicación, todos nosotros queremos hacerle un obsequio -y tomando un pequeño paquete que había sobre el escritorio, se lo alcanzó-. Sírvase. Esperamos que sea de su agrado.