lunes, 12 de abril de 2010

NARCISO. MANUEL MUJICA LÁINEZ.


Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los
muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba
en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa
raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se
deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro
negrísimo.

Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su
exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y
parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la
cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.



Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con
el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la
oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta
distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la
imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión
misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como
una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro.
Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio.
Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían
perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales,
se echaban en torno del contemplador.



Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un
antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la
observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones
tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni
la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la
imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y
la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva
vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo
práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el
piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha.
Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos
trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se
quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de
hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada
que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la
desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho
hermoso parecía iluminada desde el interior.



Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía
su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó
sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la
tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese
ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad
gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos,
electrizados, a los acompañantes de su abandono.



Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció
por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba
con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni
para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición
a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a
medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la
colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la
tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz
trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron
en la salita, maulando desconsoladamente.



Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía
como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la
cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar
el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había
encolado encima de la luna ­y que podía ser un afiche o la fotografía de un
cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los
vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles­
cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo
el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.



Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme,
el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre
la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.

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