domingo, 27 de junio de 2010

EL PROCESO DE KAFKA. ANÁLISIS

Kafka vivía una verdadera pesadilla de horarios e imposiciones. En el 2010, el 90 % de la población del absurdamente llamado mundo desarrollado, vive en mayor o menor grado esa misma pesadilla de horarios e imposiciones. La nuestra es la civilización del trabajo, la vida consiste en producir (también en consumir, claro), en dedicar el ochenta o el noventa por ciento de la existencia a la actividad laboral, cinco dias (o seis) de cada siete, once meses de cada doce. Nuestro mundo, nuestra sociedad occidental, ha ido poco a poco derivando hacia un aterrador absurdo. La civilización tecnológica e industrial (o post-industrial) se ha ido transformando a lo largo del siglo XX en un monstruo devorador e irracional. El mundo moderno ha convertido al hombre en carne de cañón, en leña, en una especie de combustible para el funcionamiento de sus muchos motores de explosión. En nombre del Progreso, el gran mito de nuestro siglo, se cometen todo tipo de excesos. El hombre actual vive en la alucinante situación de que para ganarse la vida, tiene que entregarla casi en su totalidad a una sociedad de trabajo sistematizado, jerarquizado hasta la náusea, deshumanizado, discriminatorio, manipulador, sometido a las leyes de unos valores culturales caprichosos y cambiantes.

¿Qué espacio puede quedar en un mundo como éste, para la creatividad, para el ocio, para la cultura, para el desarrollo y la libertad personal? Poco y en ocasiones, ninguno.

Kafka escribió en las primeras décadas del siglo. El Proceso fue escrito algo después de la primera guerra mundial, que es en cierto modo, la primera o una de las primeras grandes guerras industriales: había que fabricar aviones, tanques, carros de combate y armamento de todo tipo, apoyar a los distantes ejércitos, y todo ello exigía un tremendo esfuerzo a la población civil: es ahí cuando nace la sistematización del trabajo que rige nuestra cultura actual. El mundo actúa como si no se hubiera enterado de que ya no estamos en guerra con nadie, y ya no es necesario malograr la vida de los ciudadanos de este modo. Pero, todo se sacrifica en aras de la excelencia empresarial, de la magnificencia de unos productos y servicios de los que no sabemos quien habrá de beneficiarse ¿El extenuado ciudadano que los produce, acaso? Poco a poco, el hombre occidental ha ido deslizándose hacía el interior de una oscura parábola kafkiana.

Ya a principios del XX, y como gran visionario que era, Kafka vislumbró este tenebroso proceso que habría de conducirnos al mundo carcelario de nuestro tiempo, y lo transmutó en las inolvidables imágenes oníricas que constituyen su literatura. Kafka sentía el horror de la sociedad del trabajo sistematizado e hiperexigente que aniquila la libertad y el desarrollo personal (a menos que tengas la suerte de que tu modo de vida coincida con tus intereses personales, claro) y eso le llevó a regalarnos esa fantástica, en el doble sentido de la palabra, literatura-testimonio.

Lo curioso del caso es que en el fondo, poco o nada de lo que hemos dicho es original, ya ha sido expresado hasta el cansancio a lo largo del XX por todo tipo de intelectuales, como Camus o Sartre por ejemplo (que fueron justamente los que “decretaron” en la segunda posguerra, el alto valor literario de Kafka), pero aún asi, hemos permitido estúpidamente que el mundo se convierta en la sombría realidad orwelliana que es hoy dia.

Borges (¿Quién si no?) dejó el dictamen definitivo sobre el torturado autor checho: “Kafka es el gran escritor clásico de nuestro atormentado y extraño siglo”

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